Fecha: 27 de marzo de 2022
Después de pedir al Padre el perdón para sus perseguidores y de prometer el paraíso al malhechor crucificado a su lado que, al descubrir la verdad de su vida y la injusticia que se estaba cometiendo con Cristo, le suplicó que se acordara de él en su reino, Jesús se dirige a su madre y al discípulo amado que, acompañados de otras mujeres, se encontraban junto a la cruz: “Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: <<Mujer, ahí tienes a tu hijo>>. Luego, dijo al discípulo: <<Ahí tienes a tu madre>>” (Jn 19, 26-27).
En esta escena, la piedad cristiana constantemente nos ha invitado a dirigir una mirada de amor a la Madre del Señor que, en este momento en el que se cumplen las palabras que el anciano Simeón le dirigió proféticamente en el momento de la presentación de Jesús en el templo (“Una espada te traspasará el alma” [Lc 2, 35]), comparte como nadie el sufrimiento del Hijo. Pero en ese momento, María no es solo una madre sufriente, sino una creyente: su fe es más fuerte que su dolor; el sufrimiento y la muerte de su hijo no han disminuido su fe y su confianza en Dios. Al pie de la cruz ella no sabe lo que sucederá, pero tiene la certeza de que Dios no abandonará a Jesús. María es la única luz de fe y de esperanza que permanece encendida en la Iglesia en la espera de la pascua.
La indicación del evangelista de que “desde aquella hora el discípulo la recibió como algo propio” (Jn 19, 27), traducida tantas veces como que el discípulo “la acogió en su casa”, ha llevado a interpretar estas palabras en el sentido de que Jesús estaba confiando a su madre al cuidado del discípulo, lo que dio origen a la tradición de que María vivió en adelante en compañía de Juan. Una lectura atenta de estas palabras nos lleva a descubrir en ellas algo más que una expresión de preocupación filial por el futuro de la madre.
Si esta fuera la intención principal de Jesús, se habría dirigido en primer lugar al discípulo (“Ahí tienes a tu madre”). Pero Jesús se dirige en primer lugar a la Madre: “Ahí tienes a tu hijo”. Hay una intencionalidad que sobrepasa la preocupación por el futuro de la Madre. Más que confiar a María al cuidado del discípulo, Jesús está confiando al discípulo al cuidado de su Madre para que lo cuide a él y a todos sus futuros discípulos. Ella, que cuidó de su Hijo con amor en el tiempo de la vida oculta y que, desde la discreción, fue su discípula más perfecta porque acogió la Palabra y la llevó a la práctica, recibe desde la cruz una nueva misión: deberá acoger en su corazón a los discípulos de su hijo y cuidar de su fe del mismo modo que había acogido a Jesús y había acogido a Jesús y había cuidado de Él. El discípulo al que Jesús amaba y, en él, todos los futuros discípulos son entregados como hijos a la Madre. Por eso ella continuará desde el principio presente en la Iglesia acompañándola en la oración y haciendo propias todas sus necesidades. Estamos ante una escena de revelación y de misión. A María se le anuncia que a partir de ese momento ya no es únicamente la Madre de Jesús, sino que es también Madre de la Iglesia.
Al acogerla como algo propio, Juan nos ha indicado que ella, maestra y modelo de la fe en el momento del dolor supremo, ha de tener un lugar en el corazón de los creyentes si queremos mantenernos firmes en la fe cuando nos llegue la hora de la prueba, que nunca será más grande que la que Ella sufrió.