Fecha: 5 de julio de 2020
Crecer, construir, edificar, son palabras que suenan hoy, dentro y fuera de nuestra conciencia. El crecimiento como cristianos y como Iglesia ya era un objetivo que nos habíamos propuesto este curso. Por otra parte, las circunstancias que atravesamos, la crisis sanitaria y social, y la posible y deseable salida de ella, nos comprometen más urgentemente a trabajar para rehacer la economía, la convivencia, la cultura, etc. En definitiva, hoy nadie mínimamente responsable podrá desoír esta llamada; hay que pensar seriamente en ella, hacer acopio de motivaciones y de fuerza, recuperar el ánimo, colaborar, ponerse manos a la obra.
Una cuestión previa. Aquí «queremos pensar en cristiano», como siempre. Pero esta condición nos plantea un problema. ¿Es lo mismo crecer o hacer crecer el mundo, la sociedad, la cultura, que colaborar en el crecimiento de la fe y de la Iglesia? ¿Somos llamados a una doble tarea, una de cara a la sociedad y otra al interior de la Iglesia, o somos invitados a un solo trabajo, es decir, fomentar lo que llamamos sin más «el progreso»? O lo que es igual, ¿es lo mismo el crecimiento del mundo que el crecimiento de la fe y de la Iglesia? En todo caso, ¿qué relación tiene el crecimiento de la Iglesia con la lucha y el compromiso por el progreso de la sociedad?
Que no suene esto a disquisición teórica. Es una cuestión muy concreta y actual. Ahí están los problemas sociales que ha generado la pandemia y las ayudas que los cristianos y la Iglesia estamos llamados a aportar… Y ahí está igualmente la necesidad de que la Iglesia y cada cristiano vean su fe revitalizada, creciendo en profundidad y en extensión. Alguien dirá: no hay problema, hago lo uno y lo otro en tiempos diferentes… Pero hay que saber distinguir: muchos aplican los criterios de crecimiento del mundo al crecimiento de la Iglesia.
Sobre esta cuestión tan importante, me permito recordar un principio básico: la Iglesia está llamada a ser el Reino de Dios en germen, aquí en la tierra; y el proyecto de Dios es que el mundo entero llegue a ser eseReino. Por tanto, cuando un fiel anónimo o escondido avanza en la virtud, por ejemplo logra perdonar, o ama a Dios en la oración, o consigue ser más honrado y sincero, no sólo hace crecer la Iglesia ¡sino que también está colaborando en el progreso del mundo!
Así, todo crecimiento de la Iglesia es progreso para el mundo. Pero ¿todo progreso del mundo es crecimiento de la Iglesia? Depende de qué entendamos por progreso del mundo. Entendemos que el verdadero progreso del mundo es el crecimiento hacia el Reino de Dios. Pero aquí está el problema: no todos piensan así. Progreso, avance tecnológico, desarrollo de la economía, logro de una mayor calidad de vida, bienestar… incluso luchar para lograr una realización más plena de los derechos humanos, la erradicación de la injusticia, si no miramos los medios usados y las intenciones últimas…
Hoy vemos a Jesús alabando al Padre «porque ha escondido las cosas del Reino a los sabios y entendidos y las ha revelado a la gente sencilla» (Mt 11,25). ¿Nos imaginamos a un líder de la construcción del mundo diciendo esto, alabando a Dios, cuando lo primero que se hace es buscar a los sabios y entendidos, para darles poder y liderar grandes progresos?
La cuestión no es sencilla. Los datos que nos ofrece la Escritura parecen mostrar que uno y otro crecimiento, el del mundo y el de la Iglesia, son muy diferentes. ¿Qué ha de hacer un cristiano honrado, consciente, hoy? Seguiremos preguntando a la Palabra de Dios. Que nuestra mirada sea objetiva, y nuestros oídos limpios.