Fecha: 19 de juliol de 2020

La llamada a crecer, medrar, avanzar, sigue viva, con tonos de urgencia desde todos los ámbitos de la vida. Como decimos, se juntan las dos llamadas: una lanzada desde la sociedad, afectada por la crisis, como invitación a reconstruir y a progresar; y otra que nos llega desde la Iglesia, necesitada ella misma de crecimiento, como Reino de Dios en el mundo. Para comprender bien uno y otro crecimiento le preguntamos a Jesús, que en los evangelios ha respondido sobradamente a nuestra inquietud.

Nuestra idea del avance y del progreso social es positiva: hablando en general, este progreso incluye el logro de “valores sociales”, como la justicia, la igualdad, la atención a los débiles, la mejora del nivel de vida, el desarrollo de la ciencia y de la técnica, etc. (Otra cosa es determinar qué valores tienen prioridad, según ideologías). Ahora bien, de hecho, tanto en el sentido económico como en el político e incluso en el cultural, lo que importa es la cuenta de resultados. Se aprecian los programas y planes según su eficacia. Las revisiones periódicas sirven para corregir e introducir medidas que aseguren el éxito esperado y programado.

Sin embargo parece que Jesús, cuando habla del crecimiento de la Iglesia, en esto de la eficacia desea cambiar nuestra mentalidad. La manera de pensar de sus interlocutores era la misma que la nuestra. Para ellos y para nosotros lo que hay que asegurar es la eficacia controlada, tener suficiente poder como para dominar la situación, hallar el método, los sistemas que permitan garantizar, según nuestros cálculos, el resultado esperado. Así, por ejemplo, lo que “es malo” debe quitarse de en medio. El hecho de que existan realidades malas entre nosotros significa un fracaso, hay que intervenir extirpando y mejorando el sistema. Igualmente la planificación correcta exige un punto de partida firme y fuerte. Solo así cabe esperar un crecimiento efectivo.

Todo forma parte de la lógica elemental que rige el progreso humano. ¿Por qué no aplicar esta lógica al crecimiento de la Iglesia, hoy precisamente cuando somos más conscientes que nunca de nuestra capacidad para dominar y cambiar la realidad? Quien se niegue a aplicar esta lógica del crecimiento será por ignorancia o por miedo a los cambios en los métodos, el lenguaje, los instrumentos, el estilo…

Nada de esto tiene que ver con las palabras y las acciones de Jesús. Él sí nos pide que acojamos la gran novedad que trae consigo. Esta novedad radical es la afirmación de la gracia, la acción de amor gratuito que introduce Él mismo en el mundo para su salvación. Ni este mundo, y menos la Iglesia, nos pertenecen, no somos sus amos omnipotentes.

Ciertamente somos llamados a mejorar el mundo y contribuir al crecimiento de la Iglesia. Pero somos enviados a hacerlo como siervos. Y un siervo, lo primero que ha de hacer es aprender y asimilar los criterios, el estilo propio del Señor, la manera como él trabaja y trata a la humanidad. Entonces aquel amor gratuito que introdujo en nuestra historia se convertirá en el único modelo, la única manera como podremos hacer avanzar el mundo y crecer la Iglesia.

Lo que sí quedará envejecido serán aquellas pretensiones de dominio, control y eficacia que solo sirven para proyectos cortos y para llevar adelante planes humanos. Un progreso que apenas deja entrever un pequeño atisbo de lo que significa la verdadera salvación.