Fecha: 16 de mayo de 2021
“No seas incrédulo, sino creyente –le dijo Jesús a Tomás, en la última Cena-. Bienaventurados los que crean sin haber visto” (Jn 20,27.29). I antes les había consolado diciendo: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mi” (Jo 14,1). Contra la duda y la inquietud, los discípulos de Jesús, a lo largo de la historia, contamos con la fuerza del Espíritu Santo que defiende nuestra fe y nos hace profesar la verdadera fe pascual. Él nos enseña a confesar con esperanza la salvación: “Si profesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees con tu corazón que Dios lo resucitó de entre los nuestros, serás salvo. Pues con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con los labios se profesa para alcanzar la salvación. Pues dice la Escritura ‘Nadie que crea en él quedará confundido’.” (Rm 10,9-11).
Debido a la pandemia hemos vivido y estamos viviendo días grises y parece que todo el mundo necesita reencontrar la esperanza, una esperanza elevada y grande, que no se conforme con las cosas materiales, que distraen tanto, o con las fruiciones de los sentidos, que en seguida se esfuman… ¿Qué puede dar sentido y esperanza a la humanidad? Algunos lo buscan en el progreso de la medicina o de las relaciones de solidaridad, en dar pasos adelante en el respeto de los derechos humanos y de las libertades… Seguro que este abanico de necesidades humanas solucionadas son tejido de la esperanza. Pero si somos sinceros, ¿eso nos basta? ¿Qué puede calmar la sed profunda de más realización como personas, de justicia justa, de mayor amor mutuo y sobre todo de felicidad y de vida para siempre? El contexto de secularización y de neopaganismo, el debilitamiento o la pérdida de la fe, el relativismo y la confusión general, nos deben llevar a tener mayor cuidado de nuestra vida espiritual, para hacernos más auténticos hijos e hijas de Dios, y para ser verdaderamente prójimo de aquellos que se encuentran más abandonados. Para reencontrar la esperanza que nos distingue como seres humanos.
La esperanza es un don que viene de Dios, es la certeza de que Dios no abandona la humanidad, y le pide que salga fuera de la comodidad, de los propios intereses, y abra su corazón a los demás, al Amor. Jesús Resucitado es nuestra esperanza. Dios mismo se ha decidido a «encarnarse», a hacerse hombre, igual como nosotros menos en el pecado, tomando sobre sí, en la Cruz, toda la maldad del mundo para vencerla y derramar la luz de la esperanza auténtica. Tras pasar haciendo el bien, ha resucitado de la muerte, y ha inaugurado una vida nueva y eterna, hecha toda de amor y de alabanza.
Celebramos la Pascua porque Jesucristo nos ha salvado, dando su vida por amor, y resucitando por abrirnos las puertas de la eternidad. Ha santificado y llenado de Espíritu Santo nuestra humanidad. Contemplemos la gran obra de Dios, lo que Él ha hecho por ti y por mí, y por todos… Y, aún más, podremos contemplar como lo ha hecho: desde la parte de los pobres, los débiles y los pequeños, desde el amor hasta la Cruz, que todo lo da y atrae a darlo todo, con perfecta paz y alegría. La fe se convierte en una gran confianza, un abandono en las manos de Dios. Sta. Teresa del Niño Jesús lo resume muy bien: «Se siente una paz tan grande, al saberse absolutamente pobre. Y no contar más que con Dios, absolutamente pobre». ¡Atrevámonos a amar como Cristo, nuestra esperanza!