Fecha: 30 de marzo de 2025

Hacer penitencia no es una expresión que esté muy de moda, y aún menos llevarla a la práctica con acciones concretas de nuestra vida. Nos han entrado las categorías y los modelos culturales de un mundo que rechaza todo lo que pueda parecer que va contra la persona y su libertad. Nadie parece muy dispuesto a aceptar que hace acciones mal hechas, ni tampoco a intentar cambiarlas, y menos aún –¡parece una locura!- creer que con nuestras acciones mal hechas hemos ofendido a Dios, hemos sido desagradecidos con su Amor. Aceptar que hemos pecado, no se lleva mucho en los ambientes de jóvenes ni de mayores… Y en cambio, cuando reconocemos que somos pecadores, nos hacemos más libres y crecemos como personas y como hijos de Dios. Porque realmente hacemos cosas mal hechas y ofendemos a los demás; cooperamos al mal del mundo y, por encima de todo, ofendemos a Dios y somos unos grandes desagradecidos con el inmenso Amor que Él nos tiene. Y necesitamos cambiar, convertirnos, abrirnos a la nueva manera de ver las cosas, desde Cristo, bajo la guía de su Espíritu.

Los días de la Cuaresma y acercándose a la Pascua son también días de penitencia, para tomar conciencia del propio pecado y poder pedir perdón. Dejémonos interpelar por la Palabra de Dios que nos acusa como si fuéramos todos hermanos y colaboradores del asesino Caín (¡y lo somos!), y que nos lanza la pregunta desgarradora: “¿Qué has hecho de tu hermano?” (Gn 4,9-10). Dios nos quiere más responsables de nuestros actos y nuestras omisiones culpables. Por eso nos propone que cambiemos, que hagamos penitencia. La Cuaresma empieza dejando que la Iglesia misericordiosa nos imponga ceniza sobre la cabeza, y nos recuerde: “¡Convertíos y creed en el Evangelio!”. ¿Cómo estamos manteniendo esa tensión que libera? ¿Se atreverá alguien a intentar hacer penitencia?

Un gran Padre y Doctor de la Iglesia de Oriente, san Juan Crisóstomo (347-407), Patriarca de Constantinopla, cuando es reclamado sobre los caminos de la penitencia propone cinco muy eficaces:

Primero confesar los propios pecados. Si uno no es suficientemente sincero con Dios y consigo mismo, y se disimula el alcance del mal que hay en él, éste no cambiará nunca, ni mejorará, porque no deja que la luz entre en su interior.

Hay otro nada inferior al primero, que consiste en perdonar las ofensas que hemos recibido de nuestros enemigos. Si dominamos la ira, si olvidamos las faltas de quienes nos rodean, atraeremos el perdón del Padre sobre nuestra vida mal hecha.

El tercer camino de cambio y de mejora, llega con la oración ferviente y confiada, que brota de un corazón que ama a Dios y lo busca con perseverancia.

También tiene un poder muy grande, la limosna, con su nombre más actual, la solidaridad comprometida. Si compartes lo que tienes, si eres solidario con quienes sufren, encontrarás perdón y cambiará tu tiniebla en luz.

Y por último el gran obispo y predicador propone un quinto camino, que es la humildad. Si somos humildes y nos hacemos pequeños y confiados, atraeremos la misericordia del Padre del cielo, que nos puede llenar con su gracia y quiere hacernos llegar allí donde nosotros solos, con nuestras propias fuerzas, nunca habríamos podido.