Fecha: 31 de octubre de 2021
Cuando hablamos de “Sínodo” usamos con frecuencia la palabra “nosotros”. Damos por supuesto su significado, pero, si vamos preguntando qué queremos decir, seguramente no hallaríamos pleno acuerdo. Sínodo universal quiere decir, el camino que hace toda la Iglesia dando presencia, voz y colaboración a todos sus miembros, de cualquier cultura, condición social, tradición, mentalidad, situación o responsabilidad en el Pueblo de Dios.
La pregunta siguiente, lógica y necesaria, sería: ¿y quién es miembro de la Iglesia, para que le reconozcamos presencia, voz, participación? Una cuestión inquietante, que ha motivado grandes reflexiones, pero que no se suele plantear en nuestra predicación o en diálogos y acciones pastorales: en este terreno está viva, aun sin reconocerlo. Muchas veces se responde en silencio, sin demasiada reflexión, cuando se piensa: “lo que dice éste o aquél no tiene razón, no está de acuerdo con el Evangelio de Jesús, no hay que hacerle caso…” No llegamos a decir que está excluido del “nosotros de la Iglesia”, pero, al no reconocer en él algo del Espíritu, sí le estamos excluyendo de hecho. En definitiva, ¿a quién ponemos el micrófono?; ¿a quién hemos de escuchar?
El Catecismo de la Iglesia Católica dice que es miembro de la Iglesia el que tiene fe en Jesucristo y se bautiza. Podría elaborarse entonces una “lista”.
Pero sobre “la lista” Jesús nos dejó dos respuestas aparentemente contradictorias: “dejadle, quien no está contra nosotros (aunque no venga con nosotros), está con nosotros” (Mc 9,40); y también, “quien no está conmigo, está contra mí” (Mt 12,30).
Una cosa es clara: lo esencial es estar con Él. Aceptemos, pues, que Jesucristo y su Espíritu sean absolutamente libres y no se sujeten a la lista “oficial”.
Pero también nos mandó Jesús que sepamos discernir, como se discierne un árbol de otro por sus frutos, pues no todo lo que aparece como bueno lo es realmente (cf. Mt 7,1). En este sentido podemos decir lo del refrán: ni son todos los que están, ni están todos los que son.
En consecuencia, la sinodalidad no es idéntica a la democracia. La democracia es el poder del pueblo, de todo el pueblo, por el mero hecho de existir, cada uno, como ciudadano. La sinodalidad no es ningún ejercicio de poder en este sentido, ni el simple respeto a un pretendido “derecho” a decidir, sino la participación orgánica de todos los que están con Cristo, en la marcha de la Iglesia (la base del derecho que reconoce el Código de Derecho canónico a todos los bautizados no es exactamente la de un régimen democrático).
Según esto, haré caso gustosamente a la palabra y el consejo, por ejemplo, de un Carlos de Foucauld, de la Hna Teresa de Calcuta o del Cardenal Newman (por citar testigos diversos), no porque sean más inteligentes, sabios, hábiles o poderosos, sino porque veo en ellos presencia de Cristo. Descubro en ellos el modo de pensar, los criterios de vida, la manera de amar, propios de Cristo, es decir, de su Espíritu.
¿Podría darse este Espíritu en personas fuera de los límites visibles de la Iglesia, es decir, entre los que dicen no creer, o creer “a su modo”? Es posible, pero hablando normalmente, quien se ha convertido a Cristo, confronta su vida cada día con la suya y se esfuerza por ser consecuente, siempre será para nosotros un eco fiable del Espíritu. A nuestros ojos será un verdadero maestro – testigo, a quien hay que escuchar.