Queridos hermanos y hermanas:
En Roma, en la colina del Aventino, se encuentra la abadía benedictina de San Anselmo. Como sede de un Instituto de estudios superiores y del abad primado de los Benedictinos Confederados, es un lugar que aúna la oración, el estudio y el gobierno, precisamente las tres actividades que caracterizaron la vida del santo a quien está dedicada: Anselmo de Aosta, de cuya muerte se celebra este año el IX centenario. Las múltiples iniciativas, promovidas especialmente por la diócesis de Aosta con ocasión de este feliz aniversario, han puesto de manifiesto el interés que sigue suscitando este pensador medieval. También es conocido como Anselmo de Bec y Anselmo de Canterbury por las ciudades con las que tuvo relación.
¿Quién es este personaje al que tres localidades, lejanas entre sí y situadas en tres naciones distintas —Italia, Francia e Inglaterra—, se sienten particularmente vinculadas? Monje de intensa vida espiritual, excelente educador de jóvenes, teólogo con una extraordinaria capacidad especulativa, sabio hombre de gobierno e intransigente defensor de la libertas Ecclesiæ, ‘de la libertad de la Iglesia’, san Anselmo es una de las personalidades eminentes de la Edad Media, que supo armonizar todas estas cualidades gracias a una profunda experiencia mística que guió siempre su pensamiento y su acción.
San Anselmo nació en 1033 (o a principios de 1034) en Aosta, primogénito de una familia noble. Su padre era un hombre rudo, dedicado a los placeres de la vida y dilapidador de sus bienes; su madre, en cambio, era mujer de elevadas costumbres y de profunda religiosidad (cf. Eadmero, Vita S. Anselmi: PL 159, col.
49). Fue ella quien cuidó de la primera formación humana y religiosa de su hijo, que encomendó después a los benedictinos de un priorato de Aosta. San Anselmo, que desde niño —como narra su biógrafo— imaginaba la morada de Dios entre las altas y nevadas cumbres de los Alpes, soñó una noche que era invitado a este palacio espléndido por Dios mismo, que se entretuvo largo tiempo y afablemente con él y al final le ofreció para comer «un pan blanquísimo» (ib., col. 51). Este sueño le dejó la convicción de ser llamado a cumplir una alta misión.
A la edad de quince años pidió ser admitido en la Orden benedictina, pero su padre se opuso con toda su autoridad y no cedió siquiera cuando su hijo, gravemente enfermo, sintiéndose cerca de la muerte, imploró el hábito religioso como supremo consuelo. Después de la curación y la muerte prematura de su madre, san Anselmo atravesó un período de disipación moral: descuidó los estudios y, arrastrado por las pasiones terrenas, se hizo sordo a la llamada de Dios. Se marchó de casa y comenzó a viajar por Francia en busca de nuevas experiencias.
Después de tres años, al llegar a Normandía, se dirigió a la abadía benedictina de Bec, atraído por la fama de Lanfranco de Pavía, prior del monasterio. Para él fue un encuentro providencial y decisivo para el resto de su vida. Bajo la guía de Lanfranco, san Anselmo retomó con vigor sus estudios y en poco tiempo se convirtió no sólo en el alumno predilecto, sino también en el confidente del maestro. Su vocación monástica se volvió a despertar y, tras una atenta valoración, a la edad de 27 años entró en la Orden monástica y fue ordenado sacerdote. La vida ascética y el estudio le abrieron nuevos horizontes, haciéndole encontrar de nuevo, en un grado mucho más alto, la familiaridad con Dios que había tenido de niño.
Cuando en 1063 Lanfranco se convirtió en abad de Caen, san Anselmo, que sólo llevaba tres años de vida monástica, fue nombrado prior del monasterio de Bec y maestro de la escuela claustral, mostrando dotes de refinado educador. No le gustaban los métodos autoritarios; comparaba a los jóvenes con plantitas que se desarrollan mejor si no se las encierra en un invernadero, y les concedía una «sana» libertad. Era muy exigente consigo mismo y con los demás en la observancia monástica, pero en lugar de imponer la disciplina se esforzaba por hacer que la siguieran con la persuasión.
A la muerte del abad Erluino, fundador de la abadía de Bec, san Anselmo fue elegido por unanimidad para sucederle: era el mes de febrero de 1079. Entretanto numerosos monjes habían sido llamados a Canterbury para llevar a los hermanos del otro lado del Canal de la Mancha la renovación que se estaba llevando a cabo en el continente. Su obra fue bien aceptada, hasta el punto de que Lanfranco de Pavía, abad de Caen, se convirtió en el nuevo arzobispo de Canterbury y pidió a san Anselmo que pasara cierto tiempo con él para instruir a los monjes y ayudarle en la difícil situación en que se encontraba su comunidad eclesial tras la invasión de los normandos. La permanencia de san Anselmo se reveló muy fructuosa; ganó simpatía y estima, hasta tal punto que, a la muerte de Lanfranco, fue elegido para sucederle en la sede arzobispal de Canterbury. Recibió la solemne consagración episcopal en diciembre de 1093.
San Anselmo se comprometió inmediatamente en una enérgica lucha por la libertad de la Iglesia, manteniendo con valentía la independencia del poder espiritual respecto del temporal. Defendió a la Iglesia de las indebidas injerencias de las autoridades políticas, sobre todo de los reyes Guillermo el Rojo y Enrique I, encontrando ánimo y apoyo en el Romano Pontífice, al que san Anselmo mostró siempre una valiente y cordial adhesión. Esta fidelidad le costó, en 1103, incluso la amargura del destierro de su sede de Canterbury. Y sólo cuando, en 1106, el rey Enrique I renunció a la pretensión de conferir las investiduras eclesiásticas, así como a la recaudación de impuestos y a la confiscación de los bienes de la Iglesia, san Anselmo pudo volver a Inglaterra, donde fue acogido festivamente por el clero y por el pueblo. Así se concluyó felizmente la larga lucha que libró con las armas de la perseverancia, la valentía y la bondad.
Este santo arzobispo, que tanta admiración suscitaba a su alrededor, dondequiera que se dirigiera, dedicó los últimos años de su vida sobre todo a la formación moral del clero y a la investigación intelectual sobre temas teológicos. Murió el 21 de abril de 1109, acompañado por las palabras del Evangelio proclamado en la santa misa de ese día: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino…» (Lc 22, 28-30). El sueño de aquel misterioso banquete, que había tenido desde pequeño precisamente al inicio de su camino espiritual, encontraba así su realización. Jesús, que lo había invitado a sentarse a su mesa, acogió a san Anselmo, a su muerte, en el reino eterno del Padre.
«Dios, te lo ruego, quiero conocerte, quiero amarte y poder gozar de ti. Y si en esta vida no soy capaz de ello plenamente, que al menos cada día progrese hasta que llegue a la plenitud» (Proslogion, cap. 14). Esta oración permite comprender el alma mística de este gran santo de la época medieval, fundador de la teología escolástica, al que la tradición cristiana ha dado el título de «doctor magnífico», porque cultivó un intenso deseo de profundizar en los misterios divinos, pero plenamente consciente de que el camino de búsqueda de Dios nunca se termina, al menos en esta tierra. La claridad y el rigor lógico de su pensamiento tuvieron siempre como objetivo «elevar la mente a la contemplación de Dios» (ib., Prœmium). Afirma claramente que quien quiere hacer teología no puede contar sólo con su inteligencia, sino que debe cultivar al mismo tiempo una profunda experiencia de fe. La actividad del teólogo, según san Anselmo, se desarrolla así en tres fases: la fe, don gratuito de Dios que hay que acoger con humildad; la experiencia, que consiste en encarnar la Palabra de Dios en la propia existencia cotidiana; y por último el verdadero conocimiento, que nunca es fruto de razonamientos asépticos, sino de una intuición contemplativa. Al respecto, para una sana investigación teológica y para quien quiera profundizar en las verdades de la fe, siguen siendo muy útiles también hoy sus célebres palabras: «No pretendo, Señor, penetrar en tu profundidad, porque no puedo ni siquiera de lejos confrontar con ella mi intelecto; pero deseo entender, al menos hasta cierto punto, tu verdad, que mi corazón cree y ama. No busco entender para creer, sino que creo para entender» (ib., 1).
Queridos hermanos y hermanas, que el amor a la verdad y la sed constante de Dios, que marcaron toda la vida de san Anselmo, sean un estímulo para todo cristiano a buscar sin desfallecer jamás una unión cada vez más íntima con Cristo, camino, verdad y vida. Además, que el celo lleno de valentía que caracterizó su acción pastoral, y que le procuró a veces incomprensiones, amarguras e incluso el destierro, impulse a los pastores, a las personas consagradas y a todos los fieles a amar a la Iglesia de Cristo, a orar, a trabajar y a sufrir por ella, sin abandonarla nunca ni traicionarla. Que nos obtenga esta gracia la Virgen Madre de Dios, hacia quien san Anselmo alimentó una tierna y filial devoción. «María, a ti te quiere amar mi corazón» —escribe san Anselmo—; «a ti mi lengua te desea alabar ardientemente.»
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