Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar sobre san Bernardo de Claraval, llamado el «último de los Padres» de la Iglesia, porque en el siglo XII, una vez más, renovó e hizo presente la gran teología de los Padres. No conocemos con detalles los años de su juventud, aunque sabemos que nació en el año 1090 en Fontaines, en Francia, en una familia numerosa y discretamente acomodada. De joven, se entregó al estudio de las llamadas artes liberales —especialmente de la gramática, la retórica y la dialéctica— en la escuela de los canónigos de la iglesia de Saint-Vorles, en Châtillon-sur-Seine, y maduró lentamente la decisión de entrar en la vida religiosa. Alrededor de los veinte años entró en el Císter, una fundación monástica nueva, más ágil respecto de los antiguos y venerables monasterios de entonces y, al mismo tiempo, más rigurosa en la práctica de los consejos evangélicos. Algunos años más tarde, en 1115, san Bernardo fue enviado por san Esteban Harding, tercer abad del Císter, a fundar el monasterio de Claraval (Clairvaux). Allí el joven abad, que tenía sólo 25 años, pudo afinar su propia concepción de la vida monástica, esforzándose por traducirla en la práctica. Mirando la disciplina de otros monasterios, san Bernardo reclamó con decisión la necesidad de una vida sobria y moderada, tanto en la mesa como en la indumentaria y en los edificios monásticos, recomendando la sustentación y la solicitud por los pobres. Entretanto la comunidad de Claraval crecía en número y multiplicaba sus fundaciones.

En esos mismos años, antes de 1130, san Bernardo inició una vasta correspondencia con muchas personas, tanto importantes como de modestas condiciones sociales. A las muchas Cartas de este período hay que añadir numerosos Sermones, así como Sentencias y Tratados. También a esta época se remonta la gran amistad de Bernardo con Guillermo, abad de Saint-Thierry, y con Guillermo de Champeaux, personalidades muy importantes del siglo XII. Desde 1130 en adelante empezó a ocuparse de no pocos y graves asuntos de la Santa Sede y de la Iglesia. Por este motivo tuvo que salir cada vez más a menudo de su monasterio, en ocasiones incluso fuera de Francia. Fundó también algunos monasterios femeninos, y fue protagonista de un notable epistolario con Pedro el Venerable, abad de Cluny, del que hablé el miércoles pasado. Dirigió principalmente sus escritos polémicos contra Abelardo, un gran pensador que inició una nueva forma de hacer teología, introduciendo sobre todo el método dialéctico-filosófico en la construcción del pensamiento teológico.

Otro frente contra el que san Bernardo luchó fue la herejía de los cátaros, que despreciaban la materia y el cuerpo humano, despreciando, en consecuencia, al Creador. Él, en cambio, sintió el deber de defender a los judíos, condenando los rebrotes de antisemitismo cada vez más generalizados. Por este último aspecto de su acción apostólica, algunas decenas de años más tarde, Ephraim, rabino de Bonn, rindió a san Bernardo un vibrante homenaje. En ese mismo periodo el santo abad escribió sus obras más famosas, como los celebérrimos Sermones sobre el Cantar de los cantares. En los últimos años de su vida —su muerte sobrevino en 1153— san Bernardo tuvo que reducir los viajes, aunque sin interrumpirlos del todo. Aprovechó para revisar definitivamente el conjunto de las Cartas, de los Sermones y de los Tratados. Es digno de mención un libro bastante particular, que terminó precisamente en este período, en 1145, cuando un alumno suyo, Bernardo Pignatelli, fue elegido Papa con el nombre de Eugenio III. En esta circunstancia, san Bernardo, en calidad de padre espiritual, escribió a este hijo espiritual suyo el texto De Consideratione, que contiene enseñanzas para poder ser un buen Papa.
En este libro, que sigue siendo una lectura conveniente para los Papas de todos los tiempos, san Bernardo no sólo indica cómo ser un buen Papa, sino que también expresa una profunda visión del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo, que desemboca, al final, en la contemplación del misterio de Dios trino y uno: «Debería proseguir la búsqueda de este Dios, al que no se busca suficientemente» —escribe el santo abad—, «pero quizá se puede buscar mejor y encontrar más fácilmente con la oración que con la discusión. Pongamos, por tanto, aquí término al libro, pero no a la búsqueda» (XIV, 32: PL 182, 808), a estar en camino hacia Dios.

Ahora quiero detenerme sólo en dos aspectos centrales de la rica doctrina de san Bernardo: se refieren a Jesucristo y a María santísima, su Madre. Su solicitud por la íntima y vital participación del cristiano en el amor de Dios en Jesucristo no trae orientaciones nuevas en el estatuto científico de la teología. Pero, de forma más decidida que nunca, el abad de Claraval relaciona al teólogo con el contemplativo y el místico. Sólo Jesús —insiste san Bernardo ante los complejos razonamientos dialécticos de su tiempo—, sólo Jesús es «miel en la boca, cántico en el oído, júbilo en el corazón» (mel in ore, in aure melos, in corde iubilum). Precisamente de aquí proviene el título, que le atribuye la tradición, de Doctor mellifluus: de hecho, su alabanza de Jesucristo «fluye como la miel». En las intensas batallas entre nominalistas y realistas —dos corrientes filosóficas de la época— el abad de Claraval no se cansa de repetir que sólo hay un nombre que cuenta, el de Jesús Nazareno. «Árido es todo alimento del alma» —confiesa— «si no se lo rocía con este aceite; insípido, si no se lo sazona con esta sal. Lo que escribes no tiene sabor para mí, si no leo allí a Jesús.» Y concluye: «Cuando discutes o hablas, nada tiene sabor para mí, si no siento resonar el nombre de Jesús» (Sermones in Cantica canticorum XV, 6: PL 183, 847). Para san Bernardo, de hecho, el verdadero conocimiento de Dios consiste en la experiencia personal, profunda, de Jesucristo y de su amor. Y esto, queridos hermanos y hermanas, vale para todo cristiano: la fe es ante todo encuentro personal íntimo con Jesús, es hacer experiencia de su cercanía, de su amistad, de su amor, y sólo así se aprende a conocerlo cada vez más, a amarlo y seguirlo cada vez más. ¡Que esto nos suceda a cada uno de nosotros!

En otro célebre Sermón en el domingo dentro de la octava de la Asunción, el santo abad describe en términos apasionados la íntima participación de María en el sacrificio redentor de su Hijo. «¡Oh santa Madre» —exclama—, «verdaderamente una espada ha traspasado tu alma! […] Hasta tal punto la violencia del dolor ha traspasado tu alma, que con razón te podemos llamar más que mártir, porque en ti la participación en la pasión del Hijo superó con mucho en intensidad los sufrimientos físicos del martirio» (14: PL 183, 437-438). San Bernardo no tiene dudas: «per Mariam ad Iesum», ‘a través de María somos llevados a Jesús’. Él atestigua con claridad la subordinación de María a Jesús, según los fundamentos de la mariología tradicional. Pero el cuerpo del Sermón documenta también el lugar privilegiado de la Virgen en la economía de la salvación, dada su particularísima participación como Madre (compassio) en el sacrificio del Hijo. Por eso, un siglo y medio después de la muerte de san Bernardo, Dante Alighieri, en el último canto de La Divina Comedia, pondrá en los labios del Doctor melifluo la sublime oración a María: «Virgen Madre, hija de tu Hijo, / humilde y elevada más que cualquier criatura / término fijo de eterno consejo…» (Paraíso 33, vv. 1ss).

Estas reflexiones, características de un enamorado de Jesús y de María como san Bernardo, siguen inspirando hoy de forma saludable no sólo a los teólogos, sino a todos los creyentes. A veces se pretende resolver las cuestiones fundamentales sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo únicamente con las fuerzas de la razón. San Bernardo, en cambio, sólidamente fundado en la Biblia y en los Padres de la Iglesia, nos recuerda que sin una profunda fe en Dios, alimentada por la oración y por la contemplación, por una relación íntima con el Señor, nuestras reflexiones sobre los misterios divinos corren el riesgo de ser un vano ejercicio intelectual, y pierden su credibilidad. La teología remite a la «ciencia de los santos», a su intuición de los misterios del Dios vivo, a su sabiduría, don del Espíritu Santo, que son punto de referencia del pensamiento teológico. Junto con san Bernardo de Claraval, también nosotros debemos reconocer que el hombre busca mejor y encuentra más fácilmente a Dios «con la oración que con la discusión». Al final, la figura más verdadera del teólogo y de todo evangelizador sigue siendo la del apóstol san Juan, que reclinó su cabeza sobre el corazón del Maestro.

Quiero concluir estas reflexiones sobre san Bernardo con las invocaciones a María que leemos en una bella homilía suya: «En los peligros, en las angustias, en las incertidumbres» —dice— «piensa en María, invoca a María. Que Ella no se aparte nunca de tus labios, que no se aparte nunca de tu corazón; y para que obtengas la ayuda de su oración, no olvides nunca el ejemplo de su vida. Si la sigues, no puedes desviarte; si la invocas, no puedes desesperar; si piensas en ella, no puedes equivocarte. Si ella te sostiene, no caes; si ella te protege, no tienes que temer; si ella te guía, no te cansas; si ella te es propicia, llegarás a la meta.» (Hom. II super Missus est, 17: PL 183, 70-71).

 

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