Queridos hermanos y hermanas:
Tras una larga pausa, quiero reanudar la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y de Occidente de la época medieval, porque, como en un espejo, en sus vidas y en sus escritos vemos lo que significa ser cristianos. Os propongo hoy la figura luminosa de san Odón, abad de Cluny: se sitúa en el medievo monástico que vio la sorprendente difusión en Europa de la vida y de la espiritualidad inspiradas en la Regla de san Benito. Se produjo durante aquellos siglos una prodigiosa aparición y multiplicación de claustros que, ramificándose en el continente, difundieron en él ampliamente el espíritu y la sensibilidad cristianas. San Odón nos conduce, en particular, a un monasterio, Cluny, que durante la edad media fue uno de los más ilustres y famosos, y todavía hoy revela a través de sus ruinas majestuosas las huellas de un pasado glorioso por la entrega intensa a la ascesis, al estudio y, de modo especial, al culto divino, rodeado de dignidad y belleza.
Odón fue el segundo abad de Cluny. Había nacido hacia el 880, en los confines entre Maine y Turena, en Francia. Su padre lo consagró al santo obispo Martín de Tours, a cuya sombra benéfica y en cuya memoria Odón pasó toda su vida, concluyéndola al final cerca de su tumba. La elección de la consagración religiosa estuvo en él precedida por la experiencia de un momento de gracia especial, del que él mismo habló a otro monje, Juan el Italiano, que después fue su biógrafo.
Odón era aún adolescente, de unos dieciséis años de edad, cuando, en una vigilia de Navidad, sintió cómo le salía espontáneamente de los labios esta oración a la Virgen: «Señora mía, Madre de misericordia, que en esta noche diste a luz al Salvador, ora por mí. Que tu parto glorioso y singular sea, oh piadosísima, mi refugio» (Vita sancti Odonis, I, 9: PL 133, 747). El apelativo «Madre de misericordia», con el que el joven Odón invocó entonces a la Virgen, será la forma que elegirá para dirigirse siempre a María, llamándola también «única esperanza del mundo… gracias a la cual se nos han abierto las puertas del paraíso» (In veneratione S. Mariae Magdalenae: PL 133, 721). En aquel tiempo empezó a profundizar en la Regla de san Benito y a observar algunas de sus indicaciones, «llevando, sin ser monje todavía, el yugo ligero de los monjes» (ib., I, 14: PL 133, 50). En uno de sus sermones Odón se refirió a san Benito como «faro que brilla en la tenebrosa etapa de esta vida» (De sancto Benedicto abbate: PL 133, 725), y lo calificó como «maestro de disciplina espiritual» (ib.: PL 133, 727). Con afecto destacó que la piedad cristiana «con más viva dulzura hace memoria» de él, consciente de que Dios lo ha elevado «entre los sumos y elegidos Padres de la santa Iglesia» (ib.: PL 133, 722).
Fascinado por el ideal benedictino, Odón dejó Tours y entró como monje en la abadía benedictina de Baume, para pasar después a la de Cluny, de la que se convirtió en abad en el año 927. Desde ese centro de vida espiritual pudo ejercer una amplia influencia en los monasterios del continente. De su guía y de su reforma se beneficiaron también en Italia distintos cenobios, entre ellos el de San Pablo extramuros. Odón visitó Roma más de una vez, llegando también a Subiaco, Montecassino y Salerno. Fue precisamente en Roma donde, en el verano del año 942, cayó enfermo. Sintiéndose próximo a la muerte, quiso volver a toda costa junto a su san Martín, en Tours, donde murió durante el octavario del santo, el 18 de noviembre del 942. Su biógrafo, al subrayar en Odón la «virtud de la paciencia», ofrece un largo elenco de otras virtudes suyas, como el menosprecio del mundo, el celo por las almas, el compromiso por la paz de las Iglesias. Grandes aspiraciones del abad Odón eran la concordia entre reyes y príncipes, la observancia de los mandamientos, la atención a los pobres, la enmienda de los jóvenes, el respeto a las personas ancianas (cf. Vita sancti Odonis, I, 17: PL 133, 49). Amaba la celdita en la que residía, «alejado de los ojos de todos, preocupado por agradar sólo a Dios»(ib., I, 14: PL 133, 49). No dejaba, sin embargo, de ejercitar también, como «fuente sobreabundante», el ministerio de la palabra y del ejemplo, «llorando este mundo como inmensamente mísero» (ib., I, 17: PL 133, 51). En un solo monje, comenta su biógrafo, se hallaban reunidas las distintas virtudes existentes de forma dispersa en los otros monasterios: «Jesús, en su bondad, tomando en los diversos jardines de los monjes, formaba en un pequeño lugar un paraíso, para regar desde su fuente los corazones de los fieles» (ib., I, 14: PL 133, 49).
En un pasaje de un sermón en honor de María Magdalena, el abad de Cluny nos revela cómo concebía la vida monástica: «María que, sentada a los pies del Señor, con espíritu atento escuchaba su palabra, es el símbolo de la dulzura de la vida contemplativa, cuyo sabor, cuanto más se gusta, tanto más induce al alma a desasirse de las cosas visibles y de los tumultos de las preocupaciones del mundo» (In ven. S. Mariae Magd., PL 133, 717). Es una concepción que Odón confirma y desarrolla en otros escritos suyos, de los que se trasluce su amor por la interioridad, una visión del mundo como realidad frágil y precaria de la que hay que desarraigarse, una inclinación constante al desprendimiento de las cosas consideradas como fuente de inquietud, una aguda sensibilidad por la presencia del mal en las diferentes categorías de hombres, una íntima aspiración escatológica. Esta visión del mundo puede parecer bastante alejada de la nuestra, y sin embargo la de Odón es una concepción que, viendo la fragilidad del mundo, valora la vida interior abierta al otro, al amor por el prójimo, y precisamente así transforma la existencia y abre el mundo a la luz de Dios.
Merece particular mención la «devoción» al Cuerpo y a la Sangre de Cristo que Odón, frente a una difundida negligencia, que él deplora vivamente, cultivó siempre con convicción. En efecto, estaba firmemente convencido de la presencia real, bajo las especies eucarísticas, del Cuerpo y de la Sangre del Señor, en virtud de la conversión «sustancial» del pan y del vino. Escribía: «Dios, el Creador de todo, tomó el pan, diciendo que era su Cuerpo y que lo habría ofrecido por el mundo, y distribuyó el vino, llamándolo su Sangre»; ahora bien, «es ley de naturaleza que tenga lugar la transformación según el mandato del Creador», y por tanto, he aquí que «inmediatamente la naturaleza cambia su condición habitual: sin tardar el pan se convierte en carne, y el vino se convierte en sangre»; a la orden del Señor «la sustancia se transforma» (Odonis Abb. Cluniac. occupatio, ed.
A. Swoboda, Lipsia 1900, p. 121). Desgraciadamente, anota nuestro abad, este «sacrosanto misterio del Cuerpo del Señor, en el que consiste toda la salvación del mundo» (Collationes, XXVIII: PL 133, 572), es celebrado con negligencia. «Los sacerdotes —advierte— que acceden al altar indignamente, manchan el pan, es decir, el Cuerpo de Cristo» (ib.: PL 133, 572-573). Sólo el que está unido espiritualmente a Cristo puede participar dignamente de su Cuerpo eucarístico: en caso contrario, comer su carne y beber su sangre no le sería de beneficio, sino de condena» (cf. ib., XXX, PL 133, 575). Todo esto nos invita a creer con nueva fuerza y profundidad la verdad de la presencia del Señor. La presencia del Creador entre nosotros, que se entrega en nuestras manos y nos transforma como transforma el pan y el vino, transforma así el mundo.
San Odón ha sido un verdadero guía espiritual tanto para los monjes como para los fieles de su tiempo. Ante el «gran número de vicios» difundidos en la sociedad, el remedio que él proponía con decisión era el de un cambio radical de vida, fundado en la humildad, la austeridad, el desapego de las cosas efímeras y la adhesión a las eternas (cf. Collationes, XXX, PL 133, 613). A pesar del realismo de su diagnóstico sobre la situación de su tiempo, Odón no se rinde al pesimismo: «No decimos esto —precisa— para precipitar en la desesperación los que quieran convertirse. La misericordia divina está siempre disponible; ella espera la hora de nuestra conversión» (ib.: PL 133, 563). Y exclama: «¡Oh inefables entrañas de la piedad divina! Dios persigue las culpas y sin embargo protege a los pecadores» (ib.: PL 133, 592). Sostenido por esta convicción, el abad de Cluny amaba detenerse en la contemplación de la misericordia de Cristo, el Salvador que él calificaba sugestivamente como «amante de los hombres»: «amator hominum Christus» (ib., LIII: PL 133, 637). Jesús tomó sobre sí los flagelos que nos correspondían a nosotros —observa— para salvar así a la criatura que es obra suya y a la que ama (cf. ib.: PL 133, 638).
Aparece aquí un rasgo del santo abad a primera vista casi escondido bajo el rigor de su austeridad de reformador: la profunda bondad de su alma. Era austero, pero sobre todo era bueno, un hombre de una gran bondad, una bondad que proviene del contacto con la bondad divina. Odón, como nos dicen sus contemporáneos, difundía a su alrededor la alegría de la que rebosaba. Su biógrafo atestigua que no había oído nunca salir de boca de hombre «tanta dulzura de palabra» (ib., I 17: PL 133, 31). Acostumbraba, recuerda su biógrafo, invitar a cantar a los niños que encontraba por el camino para después hacerles algún pequeño regalo, y añade: «Sus palabras estaban llenas de gozo…, su hilaridad infundía en nuestro corazón una íntima alegría» (ib., II, 5: PL 133, 63). De esta forma el vigoroso y al mismo tiempo amable abad medieval, apasionado por la reforma, con acción incisiva alimentaba en los monjes, como también en los fieles laicos de su tiempo, el propósito de progresar con paso diligente por el camino de la perfección cristiana.
Esperamos que su bondad, la alegría que nace de la fe, unidas a la austeridad y a la oposición a los vicios del mundo, toquen también nuestro corazón, a fin de que también nosotros podamos hallar la fuente de la alegría que brota de la bondad de Dios.
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