Fecha: 3 de noviembre de 2024
Estimados diocesanos, amigos y amigas:
Decía san Juan Bosco que «la alegría es la criatura más hermosa que salió de las manos de Dios después del amor». Una virtud, aseguraba el fundador de los Salesianos, que junto al estudio y la piedad, «es el mejor programa para hacerte feliz y que más beneficiará tu alma». Estas palabras del santo de la juventud, amigo y maestro de los jóvenes, nos dejan un mensaje claro y determinante: el objetivo de la santidad es hacernos verdadera y completamente como Cristo, para que su alegría esté en nosotros y nuestro gozo llegue a plenitud (cf. Jn 15, 11). Sólo así, siendo semejantes a Él, entregando la propia vida en cada encuentro, podremos amarnos los unos a los otros a la medida de su amor (cf. Jn 15, 12)
La fiesta de Todos los Santos y la de los Fieles Difuntos que acabamos de celebrar nos recuerdan, en el corazón de este camino sinodal que estamos recorriendo juntos, nuestra llamada a la santidad. Dios no pronuncia nuestro nombre por un deseo exclusivamente moralista o doctrinal, sino que se fija en nuestra mirada, en nuestro espíritu y en nuestras manos para que –por Él y para Él– respondamos a una necesidad espiritual que transforma totalmente la vida.
La llamada a la santidad es exclusiva para cada uno y nos deja en el alma un poso inusitado de compasión, gracias a la eterna confianza que el Señor deposita en nosotros. Mientras que los santos que ya han llegado a la presencia de Dios «mantienen con nosotros lazos de amor y comunión», tal y como señala el Papa Francisco en su exhortación apostólica Gaudete et exsultate, el Espíritu Santo derrama santidad a manos llenas en el pueblo fiel de Dios que camina hacia la Tierra Prometida. Me refiero a los “santos de la puerta de al lado”, aquellos que viven su fe en medio del mundo siendo, como apunta el Santo Padre, «reflejo de la presencia de Dios» en las cosas sencillas de cada día.
Nuestra diócesis de Tortosa es tierra de santos, es la cuna de hombres y mujeres que han sido verdaderos héroes y heroínas en el ejercicio de las virtudes, entregando la propia vida en el martirio. Pienso en San Salvador de Horta, hermano profeso de la orden franciscana; en San Francisco Gil de Federich, misionero dominico en Filipinas y Vietnam; en San Pedro Mártir Sans i Jordà, obispo de la Orden de Predicadores; en Santa María Rosa Molas i Vallvé, fundadora de la congregación de Ntra. Sra. de la Consolación; en San Enrique de Ossó i Cervelló, fundador de la Compañía de Santa Teresa de Jesús; en el beato Jacinto Orfanell; en el beato Manuel Domingo i Sol, fundador de la Hermandad de Sacerdotes Operarios diocesanos; así como en tantos otros.
Su testimonio ha de alentar en nosotros el deseo de amar a Dios en cada una de las personas que encontremos en el camino. El Señor nos llama amigos (cf. Jn 15, 15) para que seamos Iglesia que ama y sirve sin medida, de tal manera que, cuando otros nos miren, sólo puedan decir: llevan el rostro de la santidad grabado en su mirada.