Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La catequesis de hoy se enmarca en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que este año tiene como tema la hospitalidad, partiendo del pasaje de los Hechos de los Apóstoles que narra cómo las comunidades de Malta y Gozo trataron a san Pablo y a sus compañeros de viaje, cuando naufragaron. A este episodio me referí precisamente en la catequesis de hace dos semanas.
Por lo tanto, recordemos de nuevo la dramática experiencia de ese naufragio. El barco en el que viaja Pablo está a merced de los elementos. Llevan catorce días en el mar, a la deriva, y como no se ven ni el sol ni las estrellas, los viajeros se sienten desorientados, perdidos. El mar se estrella con violencia contra el barco que temen que se rompa por la fuerza de las olas. También les azotan el viento y la lluvia. La fuerza del mar y de la tormenta es terrible e indiferente al destino de los navegantes: ¡eran más de 260 personas!
Pero Pablo, que sabe que no es así, habla. La fe le dice que su vida está en manos de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, y que lo llamó a él, a Pablo, para llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Su fe también le dice que Dios, según lo que Jesús reveló, es un Padre amoroso. Por eso Pablo se dirige a sus compañeros de viaje e, inspirado por la fe, les anuncia que Dios no permitirá que pierdan ni un solo cabello.
Esta profecía se cumple cuando el barco encalla en la costa de Malta y todos los pasajeros pisan la tierra firme sanos y salvos. Y allí experimentan algo nuevo. En contraste con la violencia brutal del mar tempestuoso, reciben el testimonio de la “humanidad poco común” de los isleños. Esta gente, para la que son extranjeros, se muestra atenta a sus necesidades. Encienden un fuego para que se calienten, les dan refugio contra la lluvia y comida. Aunque todavía no han recibido la Buena Nueva de Cristo, manifiestan el amor de Dios en actos concretos de bondad. Efectivamente, la hospitalidad espontánea y la amabilidad comunican algo del amor de Dios. Y la hospitalidad de los isleños malteses se ve recompensada por los milagros de curación que Dios obra a través de Pablo en la isla. La gente de Malta fue, pues, un signo de la Providencia de Dios para el Apóstol; también él fue testigo del amor misericordioso de Dios por ellos.
Queridísimos: la hospitalidad es importante; y es también una importante virtud ecuménica. Significa reconocer, ante todo, que los demás cristianos son verdaderamente nuestros hermanos y nuestras hermanas en Cristo. Somos hermanos. Alguien os dirá: “Pero ese es protestante, ese es ortodoxo…”. Sí, pero somos hermanos en Cristo. No es un acto de generosidad en un solo sentido, porque cuando somos hospitalarios con otros cristianos los acogemos como un regalo que nos han hecho. Como los malteses ― buenos, estos malteses― somos recompensados porque recibimos lo que el Espíritu Santo ha sembrado en estos hermanos y hermanas nuestros, que se convierte en un regalo también para nosotros porque el Espíritu Santo siembra también su gracia por doquier. Acoger a los cristianos de otra tradición significa, en primer lugar, mostrar el amor de Dios por ellos, porque son hijos de Dios ―hermanos nuestros―, y también recibir lo que Dios ha realizado en sus vidas. La hospitalidad ecuménica requiere la voluntad de escuchar a los otros cristianos, prestando atención a sus historias personales de fe y a la historia de su comunidad, comunidad de fe con otra tradición diferente de la nuestra. La hospitalidad ecuménica implica el deseo de conocer la experiencia que otros cristianos tienen de Dios y la expectativa de recibir los dones espirituales que la acompañan. Y esto es una gracia, descubrir esto es una gracia. Pienso en los tiempos pasados, en mi tierra por ejemplo. Cuando vinieron algunos misioneros evangélicos, un grupito de católicos iba a quemarles las tiendas. Esto no: No es cristiano. Somos hermanos, todos somos hermanos, y debemos ser hospitales unos con otros.
Hoy, el mar en el que naufragaron Pablo y sus compañeros vuelve a ser un lugar peligroso para la vida de otros navegantes. En todo el mundo, los hombres y las mujeres migrantes enfrentan viajes arriesgados para escapar de la violencia, para escapar de la guerra, para escapar de la pobreza. Como Pablo y sus compañeros experimentan la indiferencia, la hostilidad del desierto, de los ríos, de los mares… Muchas veces no les dejan desembarcar en los puertos. Pero, desgraciadamente, a veces también encuentran la hostilidad mucho peor de los seres humanos. Son explotados por traficantes criminales: ¡Hoy! Son tratados como números y como una amenaza por algunos gobernantes: ¡Hoy! A veces la inhospitalidad los arroja de nuevo como una ola hacia la pobreza o hacia los peligros de los que han huido.
Nosotros, como cristianos, debemos trabajar juntos para mostrar a los migrantes el amor de Dios revelado por Jesucristo. Podemos y debemos testimoniar que no hay solamente hostilidad e indiferencia, sino que cada persona es preciosa para Dios y amada por Él. Las divisiones que existen todavía entre nosotros nos impiden ser plenamente el signo del amor de Dios por el mundo. Trabajar juntos para vivir la hospitalidad ecuménica, particularmente con aquellos cuyas vidas son más vulnerables, hará de todos nosotros, los cristianos ―protestantes, ortodoxos, católicos, todos los cristianos― mejores seres humanos, mejores discípulos y un pueblo cristiano más unido. Nos acercará más a la unidad, que es la voluntad de Dios para nosotros.