Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estas semanas de preocupación por la pandemia que está haciendo sufrir tanto al mundo, entre las muchas preguntas que nos hacemos, también puede haber preguntas sobre Dios: ¿Qué hace ante nuestro dolor? ¿Dónde está cuando todo se tuerce? ¿Por qué no resuelve nuestros problemas rápidamente? Son preguntas que nos hacemos sobre Dios.
Nos sirve de ayuda el relato de la Pasión de Jesús, que nos acompaña en estos días santos. Tambien allí, en efecto, se adensan tantos interrogantes. La gente, después de haber recibido triunfalmente a Jesús en Jerusalén, se preguntaba si liberaría por fin al pueblo de sus enemigos (cf. Lc 24,21). Ellos esperaban a un Mesías poderoso, triunfador con la espada. En cambio, llega uno manso y humilde de corazón, que llama a la conversión y a la misericordia. Y precisamente la multitud, que antes lo había aclamado, es la que grita: «¡Sea crucificado!» (Mt 27,23). Los que lo seguían, confundidos y asustados, lo abandonan. Pensaban: si esta es la suerte de Jesús, el Mesías no es Él, porque Dios es fuerte, Dios es invencible.
Pero, si seguimos leyendo el relato de la Pasión, encontramos un hecho sorprendente. Cuando Jesús muere, el centurión romano, que no era creyente, no era judío sino pagano, que le había visto sufrir en la cruz y le había oído perdonar a todos, que había sentido de cerca su amor sin medida, confiesa: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (Mc 15,39). Dice, precisamente, lo contrario de los demás. Dice que Dios está allí, que verdaderamente es Dios.
Hoy podemos preguntarnos: ¿Cuál es el verdadero rostro de Dios? Habitualmente proyectamos en Él lo que somos, a toda potencia: nuestro éxito, nuestro sentido de la justicia, e incluso nuestra indignación. Pero el Evangelio nos dice que Dios no es así. Es diferente y no podíamos conocerlo con nuestras fuerzas. Por eso se acercó a nosotros, vino a nuestro encuentro y precisamente en la Pascua se reveló completamente. ¿Y dónde se reveló completamente? En la cruz. Allí aprendemos los rasgos del rostro de Dios. No olvidemos, hermanos y hermanas, que la cruz es la cátedra de Dios. Nos hará bien mirar al Crucificado en silencio y ver quién es nuestro Señor: El que no señala a nadie con el dedo, ni siquiera contra los que le están crucificando, sino que abre los brazos a todos; el que no nos aplasta con su gloria, sino que se deja desnudar por nosotros; el que no nos ama por decir, sino que nos da la vida en silencio; el que no nos obliga, sino que nos libera; el que no nos trata como a extraños, sino que toma sobre sí nuestro mal, toma sobre sí nuestros pecados. Y, para liberarnos de los prejuicios sobre Dios, miremos al Crucificado. Y luego abramos el Evangelio. En estos días, todos en cuarentena, en casa, confinados, tomemos dos cosas en la mano: el crucifijo, mirémoslo; y abramos el Evangelio. Será para nosotros —por decirlo así— como una gran liturgia doméstica porque estos días no podemos ir a la iglesia. ¡crucifijo y evangelio!
En el Evangelio leemos que cuando la gente va donde está Jesús para hacerlo rey, por ejemplo, después de la multiplicación de los panes, él se va (cf. Jn 6,15). Y cuando los demonios quieren revelar su divina majestad, los silencia (cf. Mc 1,24-25). ¿Por qué? Porque Jesús no quiere que se le malinterprete, no quiere que la gente confunda al verdadero Dios, que es amor humilde, con un dios falso, un dios mundano, espectacular, y que se impone con la fuerza. No es un ídolo. Es Dios que se ha hecho hombre, como uno de nosotros, y se expresa como un hombre, pero con la fuerza de su divinidad. En cambio, ¿cuando se proclama solemnemente en el Evangelio la identidad de Jesús?… Cuando el centurión dice: “Verdaderamente era el Hijo de Dios”. Se dice allí, apenas cuando acaba de dar su vida en la cruz, porque ya no cabe equivocación: se ve que Dios es omnipotente en el amor, y no de otra manera. Es su naturaleza, porque está hecho así. Él es el Amor.
Tú podrías objetar: “¿Qué hago de un Dios tan débil, que muere? Preferiría un Dios fuerte, un Dios poderoso”. Pero, sabes, el poder de este mundo pasa, mientras el amor permanece. Sólo el amor guarda la vida que tenemos, porque abraza nuestras fragilidades y las transforma. Es el amor de Dios que en la Pascua sanó nuestro pecado con su perdón, que hizo de la muerte un pasaje de vida, que cambió nuestro miedo en confianza, nuestra angustia en esperanza. La Pascua nos dice que Dios puede convertir todo en bien. Que con Él podemos confiar verdaderamente en que todo saldrá bien. Y esta no es una ilusión, porque la muerte y resurrección de Jesús no son una ilusión: ¡fue una verdad! Por eso en la mañana de Pascua se nos dice: “¡No tengáis miedo!” (cf. Mt 28,5). Y las angustiosas preguntas sobre el mal no se esfuman de repente, pero encuentran en el Resucitado la base sólida que nos permite no naufragar.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús cambió la historia acercándose a nosotros y la convirtió, aunque todavía marcada por el mal, en historia de salvación. Ofreciendo su vida en la cruz, Jesús también derrotó a la muerte. Desde el corazón abierto del Crucificado, el amor de Dios llega a cada uno de nosotros. Podemos cambiar nuestras historias acercándonos a Él, acogiendo la salvación que nos ofrece. Hermanos y hermanas, abrámosle todo el corazón en la oración, esta semana, estos días: con el crucifijo y con el evangelio. No os olvidéis: crucifijo y evangelio. La liturgia doméstica será esta. Abrámosle todo el corazón en nuestra oración. Dejemos que su mirada se pose sobre nosotros y comprenderemos que no estamos solos, sino que somos amados, porque el Señor no nos abandona y nunca se olvida de nosotros. Y con estos pensmientos os deseo una Santa Semana y una Santa Pascua.