Fecha: 27 de febrero de 2022
Próximamente comienza la Cuaresma. Es un tiempo acotado y fijo, pero el espíritu de la Cuaresma se vive en cualquier momento de la existencia.
Las circunstancias y los acontecimientos que rodean nuestra vida eclesial (especialmente diocesana) son una llamada a vivir unos días antes un profundo espíritu cuaresmal en el sentido del desprendimiento.
El desprendimiento en la vida evangélica suele unirse a la llamada de Cristo a entregar algo como ofrenda a Dios y donación a los hermanos. Así, la viuda que ofrecía en el templo todo lo que tenía para vivir, el joven rico que es invitado a dar todo lo que tuviera a los pobres, entregar toda la vida en el seguimiento de Cristo… etc. Éstos son actos voluntarios, generosos. Sin embargo, hay otras llamadas al desprendimiento, para las cuales nuestros oídos son más perezosos, quizá porque no nos gustan tanto. Son las llamadas que escuchamos en oración, cuando somos privados de algo valioso o de alguien a quien amamos. Cuando ocurre esto, el desconcierto, la contradicción de estas privaciones, interpela nuestra inteligencia y nuestro buen sentido, de forma que nos resulta muy difícil ponernos a la escucha serena de la voz de Dios.
Muchas veces ante las privaciones y crisis que vive nuestra Iglesia, traigo a la memoria el sufrimiento que vivió Abraham ante la contradicción de la llamada de Dios a sacrificar a su hijo, que era precisamente el hijo de la promesa. Pero después de conocer a Dios a lo largo de siglos de Historia de la Salvación y, sobre todo, en la plenitud de la Revelación, en Jesucristo, el desprendimiento adquiere pleno sentido.
Durante la Cuaresma podremos profundizar en ello. Aquí, teniendo vivas las heridas que sufrimos, conviene que recordemos al menos una condición fundamental para no perder la paz. Nos referimos a la necesidad de que ese desprendimiento sea asumido, pase por nuestra consciencia y libertad. Es lo más difícil.
Se trata de reproducir la experiencia de Jesús, cuando viendo cercana su Pasión dijo: “Nadie me quita la vida, soy yo quien la da voluntariamente” (Jn 10,18). Hay que tener presente que Jesús no se suicidó. Los hechos que rodearon su muerte fueron un cúmulo de injusticias, contradicciones, agresiones, provocadas por otros. Le fue arrebatada la dignidad, la salud, la humanidad. Pero el secreto estaba en que Él vivió esto como un desprendimiento de todo, como un despojo aceptado por amor.
En cierto modo nosotros tenemos algo más fácil que Él esta aceptación. Porque nosotros podemos pensar que también somos responsables de los males que nos pasan, al menos de algunos. Mientras que en Jesús no había ningún pecado personal que justificara el sufrimiento de su Pasión.
¿Estos desprendimientos acaban en saco roto? ¿Se trata de asistir estoicamente a un empobrecimiento progresivo de nuestras vidas y de la vida de la Iglesia diocesana, como aquel que constata cómo se va deteriorando la propia salud, renuncia a luchar y aguarda inerme la muerte? ¿O bien hay que recurrir a recetas, como quien toma medicinas que prometen una curación segura?…
Nunca funcionaron así las cosas en la Historia de la Salvación. En ningún lugar del Nuevo Testamento aparece elogiada esta postura. Más bien al contrario. En el inmediato tiempo de Cuaresma hallaremos muchas respuestas.