Fecha: 26 de junio de 2022
Estimados y estimadas. La fe es una virtud teologal que nos acerca al misterio de Dios hasta entrar en lo profundo de sus designios: «En el Evangelio se revela la justicia de Dios, por la fe y para la fe» (Rm 1, 17), afirma san Pablo.
Pero, ¿qué significa realmente tener fe? A veces podemos pensar que se trata de una actividad intelectual, una especie de verdad inmutable que aprendemos y memorizamos. La mentalidad bíblica, por el contrario, nos presenta la fe como una experiencia personal, como un poner en práctica la voluntad de Dios. Así lo subrayaba el Papa Benedicto XVI en el Año de la Fe, ahora hará unos diez años: «La fe no es un simple asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios; es un acto con el que me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es adhesión a un «Tú» que me da esperanza y confianza» (Audiencia general, 24 de octubre de 2012).
En el Nuevo Testamento, este «tú» es la persona de Jesucristo. Y esta es precisamente la gran novedad del cristianismo: poner la fe en un «rostro concreto», de modo que todas nuestras actitudes y convicciones religiosas se concentren en él. No es suficiente, por lo tanto, decir que tenemos creencias o que creemos que Jesús es el Hijo de Dios y pararnos aquí. Hace falta descubrir la fe como una relación personal con Jesús, como un vivir en él y por él, como un enamorarnos. Y gracias a los Evangelios podemos impregnarnos de su mentalidad y de su manera de actuar.
Ahora bien, la fe, que es un don de Dios, es también un trabajo nuestro. ¿Cómo nos podemos abrir y predisponer? Muchos personajes de los Evangelios, de los cuales Jesús loa su fe, nos dan la clave: los amigos del paralítico, la mujer con pérdidas de sangre, Jairo, la cananea, el ciego de Jericó… No son personas satisfechas de sí mismas, pendientes de sus cualidades. Más bien son hombres y mujeres necesitados de salud y curación, de compasión y ternura; todos ellos descubren en Jesús el atractivo de una humanidad centrada en el otro, orientada al bien y al amor.
Nosotros, como ellos, desde nuestra indigencia, nos abrimos al amor compasivo de Jesús. Y entonces él nos pregunta, como hizo a los dos ciegos que le pedían curación: «¿Creéis que yo puedo hacer lo que me pedís?». Y con ellos, podemos responder: «Sí, Señor» (Mt 9, 28).
La fe, por tanto, es una oración, una contemplación. Es decirle a Jesús que sí, que creemos que nos puede curar y renovar. Nosotros a él le ofrecemos nuestro “nada”, los signos pobres que envuelven nuestra vida, y él, a cambio, se nos da totalmente a cada uno de nosotros, haciéndonos partícipes de la fuerza y de la sabiduría de su Espíritu Santo, e hijos del suyo y nuestro Padre. A Jesús le ofrecemos nuestra indigencia y pobreza, pero, ¡fijémonos!, le ofrecemos también el deseo firme de recibirlo todo de él. Por eso, la autosuficiencia, el orgullo, el anhelo de poder y la vanagloria están en las antípodas de la fe.
¡Cómo le gusta, a Jesús, que confiemos en él, que vivamos seguros de su amor! Entonces, descubriremos que siempre está llamando a nuestras puertas para invitarnos a la intimidad de su cena, al banquete del Reino.
Vuestro,