Fecha: 13 de abril de 2025
En el contexto de este año jubilar que celebramos, iniciamos este fin de semana la Semana Santa con la tradicional celebración del Domingo de Ramos. Es una celebración muy arraigada en el pueblo cristiano que reúne a familias, niños, jóvenes y adultos en las plazas de nuestras iglesias para conmemorar la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.
Este año jubilar, en el que celebramos el 2025 aniversario del nacimiento de Cristo, está marcado por el signo de la esperanza, tal y como el papa Francisco nos lo indicó en la bula de convocatoria con el título «La esperanza no defrauda» (Spes non confundit). Por eso quisiera en este escrito tener una mirada desde la esperanza sobre estas celebraciones centrales en la vida de la Iglesia y que nos acompañan en nuestra cultura y nuestra sociedad.
El Domingo de Ramos recordamos un hecho central en la vida de Jesús, recogido por los evangelios llamados sinópticos y es su entrada en la ciudad de Jerusalén montado sobre un pollino. Este acontecimiento es el pórtico de todo el desenlace posterior que culminará en esa misma semana en su pasión y muerte. Jesús entra como Rey en la ciudad de David, como lo hacían los reyes antiguos y en medio de una explosión de gozo y alegría. La gente aclama a Jesús como el Mesías, el Señor que entra en la ciudad para liberar a su pueblo. De alguna manera este hecho hace rebrotar y desvela la esperanza en un pueblo que vivía en la expectación y esperaba y anhelaba su liberación. Jesús es el centro de la esperanza para todos nosotros, para tantas y tantas personas que encuentran en Él el sentido de la vida y la liberación del pecado.
Pero la esperanza auténtica no es un acto de optimismo, como recuerda Francisco, la esperanza se vive en el realismo de la vida concreta, con sus dificultades y sus gozos. En nuestras vidas podemos encontrar momentos de esperanza ilusoria, que es una proyección de nuestros deseos humanos, de nuestras necesidades, o una salida a nuestros sufrimientos. La esperanza de aquel pueblo que aclamó a Jesús se volverá un grito de dolor cuando el Viernes Santo lo aclamaron diciendo: ¡Crucifícalo!
La esperanza cristiana va más allá. No parte de nosotros, sino del amor de Dios. De un amor infinito que se hace hombre en Jesús y que comparte con los seres humanos ese amor, especialmente con los más necesitados de la sociedad. Un amor que se manifestará especialmente en la sucesión de acontecimientos de su pasión, muerte y resurrección.
Un amor que se mostrará en el servicio y el lavatorio de los pies de sus discípulos como signo de lo que los discípulos deben hacer unos a otros, como recordaremos el Jueves Santo. Un amor que se convierte en perdón y misericordia ante la debilidad humana, en los momentos de traición, de negación, de condena o de abandono como encontraremos el Viernes Santo. Un amor en definitiva que es más fuerte que la muerte, que vence a la muerte y que resucita como celebraremos el domingo el de Pascua. Si la esperanza cristiana nace de Dios, esta esperanza se manifiesta en todos los momentos en que el amor de Dios se pone en evidencia en medio del pecado, del dolor y de la muerte, porque la esperanza cristiana nace de Dios y llega hasta Dios, la meta de nuestra peregrinación a la tierra.
Os invito, pues, a contemplar la verdadera esperanza fundada en el amor de Dios y que estos días acompañaremos a través de las celebraciones y las oraciones en los templos, procesiones y vía crucis por las calles de nuestros pueblos y ciudades. Y os invito a hacerlo teniendo presente a María, la Virgen María, que acompañó el camino de dolor de su hijo, que estuvo al pie de la cruz y que en medio del dolor recibió un nuevo encargo como Madre de los hermanos de su hijo, Madre de los hombres y mujeres del mundo entero. Ella experimentó como nadie la gran alegría de la Resurrección.
Tanto si permanecéis en vuestras comunidades parroquiales habituales, como si aprovecháis para descansar en segundas residencias y participar allí de los oficios, ¡a todos vosotros os deseo una buena y provechosa Semana Santa!