Fecha: 7 de julio de 2024

Estimadas y estimados. En nuestra serie de cartas sobre el Concilio Vaticano II, empezamos el mes de julio glosando las dos Constituciones conciliares dedicadas a la Iglesia.

La Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, representa el momento nuclear del diálogo eclesial interno, de acuerdo con la pregunta: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?», procurando dar respuesta a la primera de las finalidades del Concilio: expresar cuál es la noción o la conciencia de la Iglesia. En la conclusión del núm. 4, encontramos el eje vertebrador de esta perspectiva, cuando, a partir de la célebre frase de san Cipriano, se afirma que «la Iglesia se presenta toda “congregada, como un pueblo, por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”». Para el obispo de Cartago, «la unidad de la Iglesia no se puede comprender sin la de la Trinidad» (San Cipriano, De orat. Dom., 23). La corriente de vida va del Padre al Hijo y, por este, al Espíritu, desbordándose hacia nosotros para «deificarnos». A partir de este cimiento trinitario, el Vaticano II articula tanto el origen de la Iglesia como sus perspectivas misionera y gloriosa en el Reino de Dios anhelado. Se trata del designio histórico de salvación de Dios Uno y Trino, que es quien convoca a la santa Iglesia para que todos los hombres puedan ser «hijos de Dios». El resultado final tiene que ser la unidad de todos los santificados en la Iglesia. Esta unidad orgánica es el fundamento de la dignidad común de todo cristiano, dentro del contexto de una Iglesia que es Pueblo de Dios, «Pueblo mesiánico». La prioridad corresponde a la comunión entre todos los cristianos, todos los miembros de este Pueblo de Dios, dado que el ministerio ordenado ha sido instituido al servicio de esta comunión eclesial. En esta perspectiva, Yves M. Congar, uno de los grandes teólogos que participó en el Concilio, escribió que «el paso profético más decisivo en referencia a lo que es la Iglesia fue, mediante el capítulo sobre El Pueblo de Dios y su colocación antes del capítulo tercero sobre la jerarquía, el haber reconocido la primacía de la calidad del cristiano o la importancia de la gracia inaugurada por el bautismo, por encima de toda estructura jerárquica (Au milieu des orages, Paris: Cerf 1969, 85).

A partir de estas afirmaciones, se despliega el otro diálogo señalado tanto por Juan XXIII, como por el mismo Pablo VI: la de la Iglesia hacia afuera, la Iglesia enviada en misión. El desenlace de esta perspectiva es la segunda Constitución sobre la Iglesia de la que os hablaba al inicio: La Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo de hoy. Esta constitución que aplica una visión cristológica del ser humano ante los grandes problemas éticos, sociales, políticos y económicos, satisface aquel diálogo señalado sobre todo por Pablo VI, tanto en el Concilio como en su encíclica Ecclesiam suam: el diálogo con el hombre de hoy, la apertura de la Iglesia hacia la sociedad moderna, para que la Iglesia, «experta en humanidad», como afirmaba Pablo VI en el discurso a la ONU, pueda aportar su luz y ayudar a encontrar sentido al gran enigma de la existencia del hombre en este mundo. Continuaremos, si Dios quiere, la próxima semana.

Vuestro,