Fecha: 28 de julio de 2024

Estimadas y estimados. Acabamos el mes de julio y también esta serie de siete escritos sobre el Concilio Vaticano II. El próximo mes de agosto, en nuestro tiempo personal y/o vacacional, podremos repasarlos pausadamente y «repescarlos», junto con todo aquello que este gran momento nos dejó en la vida y en el corazón de quienes lo vivieron y sobrevivieron. También espero que ahora sea un buen momento para que, aprovechando esta serie, las generaciones «postconciliares» se hagan suyos los documentos, los resultados y, sobre todo, el espíritu del Concilio Vaticano II en el que todavía estamos inmersos. Es cierto, el Vaticano II está en fase de puesta en marcha. Lo dijo el papa Francisco en una entrevista a Vida Nueva en octubre del año pasado, cuando le preguntaron, aprovechando el impulso del Sínodo, si en algún momento había pensado en convocar un Concilio Vaticano III. Decía el Papa: «No está madura la cosa para un Concilio Vaticano III. Tampoco es necesario ahora, porque no se ha puesto todavía realmente en marcha el Concilio Vaticano II. Fue un trabajo arriesgado y se ha de poner en marcha. Porque siempre existe el peligro de que se nos contagie el miedo de los viejos católicos que en el Vaticano I se decían depositarios de la verdadera fe» (FRANCISCO «Soy una víctima del Espíritu Santo», Vida Nueva 3329 [2023], 6-16). Ahora estamos en profunda comunión y trabajo sobre la sinodalidad. Nos mantenemos en «estado sinodal». Este es uno de los últimos frutos del Concilio. Y vendrán más, sin duda. Y todavía nos queda el tiempo fuerte del Jubileo del 2025, razón de fondo de estos artículos y de la demanda de definición de nuestra personal aportación al Jubileo.

Con todo lo que hemos afirmado, volvemos al legado del Concilio Vaticano II, a sus documentos, revivimos su clima espiritual que no es otro que retornar a las fuentes genuinas del Evangelio del Señor y a los manantiales preclaros de la Iglesia apostólica, norma y fundamento para la Iglesia de todos los tiempos. Este es el legado permanente que nos ha dejado el Concilio Vaticano II: Volver al Evangelio, volver a Cristo, pero también anunciarlo con un lenguaje entendedor para el hombre de hoy. Entonces, el anuncio de la fe no será un hecho del pasado ni fruto de una institución anclada en el pasado, como algunos nos dicen, sino un acontecimiento actualísimo que inspira en el organismo eclesial una perpetua renovación. Cuando la Iglesia, ejerciendo su maternidad espiritual, entrega a cada generación «todo aquello que ella es, todo aquello que ella cree» (DV 8), presenta aquel «depósito viviente» que acontece principio constante de vida y de renovación y que, como dice san Ireneo, es un depósito que nunca envejece, sino que, bajo la acción del Espíritu, renueva sin cesar la juventud del cuerpo eclesial (Adv. haer. 3,24,1). A pesar de los desfallecimientos de la era presente, a pesar de los desengaños de tantos, como nos afirma la Constitución Lumen gentium, la predicación del Evangelio hará que el Espíritu «rejuvenezca a la Iglesia, la renueve sin cesar, y la dirija a la unión perfecta con su Esposo» (LG 4). Porque, como decía Clemente de Alejandría, «la verdad que permanece en nosotros no envejece, y toda nuestra forma de ser permanece irrigada por esta verdad». «La sabiduría», es decir, el Evangelio «es siempre joven» (Pedagogus, 1,5,20).

Que tengáis un buen mes de agosto.

Vuestro,