Fecha: 3 de abril de 2022
Estimados y estimadas, uno de los rasgos más claros de la propuesta de Jesús es subrayar la fraternidad en la nueva familia del Reino. A él le gusta llamar hermanos y hermanas a sus discípulos, y no deja de potenciar un modelo de sociedad que se basa, no en las estructuras externas que tienden a estratificar, sino en el amor que nace del interior de los corazones.
Los Evangelios muestran diversas actitudes que deben hacer posible la auténtica fraternidad. Una de ellas es lo que se ha dado en llamar corrección fraterna: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15). Es evidente que la experiencia a la que se nos invita no es fácil, pero no implica que debamos renunciar a ella. Hay que tener en cuenta que el contexto es eminentemente eclesial, es decir, hablamos de hombres y mujeres que desean vivir desde la profundidad de la verdad y desde el compromiso de una donación total a los demás y al mundo. Por eso lo que el evangelista quiere conseguir no es una normativa jurídica para situaciones difíciles ni menos aún un espacio de poder y de control, sino una comunidad donde cada miembro se hace responsable de su hermano ayudándole en el camino de santidad.
Para advertir al hermano, sin embargo, debemos superar algunos obstáculos. Lo primero que debemos discernir es si se trata realmente de una ofensa que él nos ha hecho a causa de su debilidad, o si simplemente somos nosotros que nos hemos molestado por nuestra incapacidad de acogerle. Está claro que, en el segundo caso, él no tiene ninguna culpa; deberemos mirar en nuestro interior para saber qué nos ha molestado y por qué. El segundo escollo donde podemos caer es corregir al otro desde el desprecio, queriendo evidenciar nuestra superioridad moral. En este caso no hay duda: deberemos guardar silencio y recordar que «no hay más que un único legislador y juez» (Sant 4,12).
Sin embargo, si aseguramos la intención honrada de nuestro corazón y el único deseo de buscar el bien del otro, no podremos callar y despreocuparnos, sino que, como dice el Evangelio, deberemos ir a encontrar. Con delicadeza y sosiego, siempre abiertos a la misericordia y al perdón, le advertiremos que parece que algo puede desviarse del camino evangélico. Está claro que se lo diremos desde la más estricta humildad, sabiendo que podemos equivocarnos, y desde el anhelo de encontrar un diálogo constructivo que nos edifique a los dos. Querremos, juntos, imitar al Padre celestial, dado que «el Señor es misericordioso con todos los vivientes. El reprende, corrige y enseña, y los hace volver como el pastor a su rebaño» (Eclo 18,13).
¿Y si somos nosotros los que recibimos la advertencia? Haremos bien en agudizar los sentidos de la fe y descubrir que Dios se sirve de toda circunstancia para regalarnos una nueva oportunidad de conversión. Desde la inocencia evangélica, pediremos al Señor que nos regale su luz. Al fin y al cabo, lo que importa no es el error del hermano o el propio, sino que cada miembro se deje moldear hasta transparentar la belleza de la Iglesia, formando «al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4,13).
Vuestro,