Queridos hermanos y hermanas:

Siguen todavía vivas en mí las impresiones suscitadas por el reciente viaje apostólico a Benín, sobre el cual quiero detenerme hoy. Brota espontánea de mi alma la acción de gracias al Señor: en su providencia, él quiso que volviera a África por segunda vez como sucesor de Pedro, con ocasión del 150° aniversario del comienzo de la evangelización de Benín y para firmar y entregar oficialmente a las comunidades eclesiales africanas la Exhortación apostólica postsinodal Africæ munus. En este importante documento, después de haber reflexionado sobre los análisis y las propuestas realizadas por la II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, que tuvo lugar en el Vaticano en octubre de 2009, quise ofrecer algunas líneas para la acción pastoral en el gran continente africano. Al mismo tiempo, quise rendir homenaje y rezar ante la tumba de un hijo ilustre de Benín y de África, y gran hombre de Iglesia, el inolvidable cardenal Bernardin Gantin, cuya venerada memoria está más viva que nunca en su país, que lo considera un Padre de la patria, y en todo el continente.

Hoy quiero repetir mi más vivo agradecimiento a todos aquellos que han contribuido en la realización de mi peregrinación. Ante todo estoy muy agradecido al señor presidente de la República, que con gran cortesía me brindó su cordial saludo y el de todo el país; al arzobispo de Cotonú y a los demás venerados hermanos en el episcopado, que me acogieron con afecto. Doy las gracias, además, a los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los diáconos, los catequistas y los innumerables hermanos y hermanas, que con tanta fe y afecto me han acompañado durante estos días de gracia. Hemos vivido juntos una conmovedora experiencia de fe y de encuentro renovado con Jesucristo vivo, en el contexto del 150° aniversario de la evangelización de Benín.

Deposité los frutos de la II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos a los pies de la Virgen santísima, venerada en Benín especialmente en la basílica de la Inmaculada Concepción de Ouidah. Siguiendo el modelo de María, la Iglesia en África acogió la Buena Noticia del Evangelio, generando muchos pueblos a la fe. Ahora las comunidades cristianas de África —como ponen de relieve sea el tema del Sínodo sea el lema de mi viaje apostólico— están llamadas a renovarse en la fe para ponerse cada vez más al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. Están invitadas a reconciliarse en su interior para convertirse en instrumentos gozosos de la misericordia divina, aportando cada una sus propias riquezas espirituales y materiales al compromiso común.

Este espíritu de reconciliación es indispensable, naturalmente, también en el plano civil y necesita una apertura a la esperanza que debe animar también la vida sociopolítica y económica del continente, como señalé en el encuentro con las instituciones políticas, el Cuerpo diplomático y los representantes de las religiones. En esa circunstancia quise poner el acento precisamente en la esperanza que debe animar el camino del continente, destacando el ardiente deseo de libertad y de justicia que, especialmente en estos últimos meses, anima el corazón de numerosos pueblos africanos. Subrayé luego la necesidad de construir una sociedad donde las relaciones entre etnias y religiones diversas se caractericen por el diálogo y la armonía. Invité a todos a ser auténticos sembradores de esperanza en cada realidad y en cada ambiente.

Los cristianos son de por sí hombres de esperanza, que no pueden desentenderse de sus hermanos y hermanas: recordé también esta verdad a la inmensa multitud reunida para la celebración eucarística dominical en el estadio de la Amistad de Cotonú. Esta misa del domingo fue un momento extraordinario de oración y de fiesta, en el que participaron miles de fieles de Benín y de otros países africanos, desde los de edad avanzada hasta los más jóvenes: un testimonio maravilloso sobre cómo la fe logra unir a las generaciones y sabe responder a los desafíos de cada etapa de la vida.

Durante esta conmovedora y solemne celebración, entregué a los presidentes de las Conferencias episcopales de África la Exhortación apostólica postsinodal Africæ munus —que firmé el día anterior en Ouidah— destinada a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y laicos de todo el continente africano. Confiándoles los frutos de la II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, les pedí que los mediten atentamente y los vivan en plenitud, para responder eficazmente a la comprometedora misión evangelizadora del tercer milenio de la Iglesia peregrina en África. En este importante texto todo fiel encontrará las líneas fundamentales que guiarán y animarán el camino de la Iglesia en África, llamada a ser cada vez más la «sal de la tierra» y la «luz del mundo» (cf. Mt 5, 13-14).

A todos dirigí la llamada a ser constructores incansables de comunión, de paz y de solidaridad, para cooperar de este modo a la realización del plan de salvación de Dios para la humanidad. Los africanos respondieron con su entusiasmo a la invitación del Papa, y en sus rostros, en su fe ardiente, en su adhesión convencida al Evangelio de la vida vi una vez más signos consoladores de esperanza para el gran continente africano.

Percibí personalmente estos signos también en el encuentro con los niños y con el mundo del sufrimiento. En la iglesia parroquial de Santa Rita experimenté verdaderamente el gozo de vivir, la alegría y el entusiasmo de las nuevas generaciones que constituyen el futuro de África. Al grupo alegre de los niños, uno de los numerosos recursos y riquezas del continente, señalé la figura de san Kizito, un muchacho ugandés, asesinado porque quería vivir según el Evangelio, y exhorté a cada uno a testimoniar a Jesús a sus propios coetáneos. La visita al Hogar «Paz y Alegría», gestionado por las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa, me hizo vivir un momento de gran emoción al encontrarme con niños abandonados y enfermos, y me permitió ver concretamente cómo el amor y la solidaridad saben hacer presente en la debilidad la fuerza y el amor de Cristo resucitado.

La alegría y el ardor apostólico que constaté entre los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los seminaristas y los laicos, reunidos en gran número, constituye un signo de segura esperanza para el futuro de la Iglesia en Benín. Exhorté a todos a una fe auténtica y viva, a una existencia cristiana caracterizada por la práctica de las virtudes; y alenté a cada uno a vivir su respectiva misión en la Iglesia con fidelidad a las enseñanzas del Magisterio, en comunión entre ellos y con los Pastores, indicando especialmente a los sacerdotes el camino de la santidad, conscientes de que el ministerio no es una simple función social, sino que consiste en llevar a Dios al hombre y el hombre a Dios.

Momento intenso de comunión fue el encuentro con el episcopado de Benín, para reflexionar en especial sobre el origen del anuncio evangélico en su país, por obra de misioneros que han entregado su vida con generosidad, a veces de modo heroico, con el fin de que el amor de Dios fuera anunciado a todos. A los obispos dirigí la invitación a poner en marcha iniciativas pastorales oportunas para suscitar en las familias, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos eclesiales un constante redescubrimiento de la Sagrada Escritura, como fuente de renovación espiritual y ocasión para profundizar en la fe. En ese renovado acercamiento a la Palabra de Dios y del redescubrimiento del propio Bautismo, los fieles laicos encontrarán la fuerza para testimoniar su fe en Cristo y en su Evangelio en la vida diaria. En esta fase crucial para todo el continente, la Iglesia en África, con su compromiso al servicio del Evangelio, con el valiente testimonio de solidaridad activa, podrá ser protagonista de una nueva estación de esperanza. En África vi la lozanía del sí a la vida, la lozanía del sentido religioso y de la esperanza, una percepción de la realidad en su totalidad con Dios y no reducida a un positivismo que, al final, apaga la esperanza. Todo esto muestra que en ese continente hay una reserva de vida y de vitalidad para el futuro, sobre la cual podemos contar, sobre la cual la Iglesia puede contar.

Mi viaje constituyó un gran llamamiento a África, para que oriente todo esfuerzo a anunciar el Evangelio a aquellos que todavía no lo conocen. Se trata de un renovado compromiso por la evangelización, a la que todo bautizado está llamado, promoviendo la reconciliación, la justicia y la paz.

A María, Madre de la Iglesia y Nuestra Señora de África, confío a todos los que tuve ocasión de encontrar en este inolvidable viaje apostólico. A ella encomiendo la Iglesia en África. La intercesión maternal de María, «cuyo corazón atiende siempre a la voluntad de Dios, sostenga todo esfuerzo de conversión, consolide cada iniciativa de reconciliación, y haga eficaces todos los esfuerzos en favor de la paz, en un mundo que tiene hambre y sed de justicia» (Africæ munus, 175). Gracias.

 

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