Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero volver brevemente, con el pensamiento y con el corazón, a las extraordinarias jornadas del viaje apostólico que realicé a Líbano. Un viaje que quise ardientemente, a pesar de las circunstancias difíciles, considerando que un padre siempre debe estar al lado de sus hijos cuando encuentran graves problemas. Me ha impulsado el deseo de anunciar la paz que el Señor resucitado ha dejado a sus discípulos con las palabras: «Mi paz os doy» (Jn 14, 27). Mi viaje tenía como finalidad principal la firma y la entrega de la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente a los representantes de las comunidades católicas de Oriente Medio, así como a las demás Iglesias y comunidades eclesiales y a los líderes musulmanes.

Ha sido un acontecimiento eclesial conmovedor y, al mismo tiempo, una providencial ocasión de diálogo vivida en un país complejo pero emblemático para toda la región, por su tradición de convivencia y de activa colaboración entre los diversos componentes religiosos y sociales. Ante los sufrimientos y los dramas que persisten en esa zona de Oriente Medio, manifesté mi sincera cercanía a las legítimas aspiraciones de esas queridas poblaciones, llevando a ellos un mensaje de aliento y de paz. Pienso en particular en el terrible conflicto que atormenta a Siria, causando, además de miles de muertos, un flujo de prófugos que se extiende en la región en búsqueda desesperada de seguridad y de futuro; y no olvido la difícil situación de Irak. Durante mi visita, la gente de Líbano y de Oriente Medio -católicos, representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales y de las diversas comunidades musulmanas- vivió, con entusiasmo y en un clima distendido y constructivo, una importante experiencia de respeto recíproco, comprensión y fraternidad, que constituye un fuerte signo de esperanza para toda la humanidad. Sobre todo el encuentro con los fieles católicos de Líbano y de Oriente Medio, presentes a millares, suscitó en mi ánimo un sentimiento de profunda gratitud por el ardor de su fe y de su testimonio.

Doy gracias al Señor por este don precioso, que da esperanza para el futuro de la Iglesia en esos territorios: jóvenes, adultos y familias animadas por el firme deseo de arraigar su vida en Cristo, permanecer anclados en el Evangelio y caminar juntos en la Iglesia. Renuevo mi reconocimiento también a cuántos trabajaron incansablemente por mi visita: los patriarcas y los obispos de Líbano con sus colaboradores, la Secretaría general del Sínodo de los obispos, las personas consagradas, los fieles laicos, quienes constituyen una realidad valiosa y significativa en la sociedad libanesa. Pude constatar directamente que las comunidades católicas libanesas, mediante su presencia bimilenaria y su compromiso lleno de esperanza, ofrecen una contribución significativa y apreciada en la vida cotidiana de todos los habitantes del país. Un pensamiento agradecido y deferente dirijo a las autoridades libanesas, a las instituciones y asociaciones, a los voluntarios y a cuantos ofrecieron el apoyo de la oración. No puedo olvidar la cordial acogida que recibí del presidente de la República, señor Michel Sleiman, como también de los diversos componentes del país y de la gente: ha sido una acogida calurosa, según la célebre hospitalidad libanesa. Los musulmanes me acogieron con gran respeto y sincera consideración; su constante y participada presencia me permitió lanzar un mensaje de diálogo y de colaboración entre cristianismo e islam: me parece que ha llegado el momento de dar juntos un testimonio sincero y decidido contra las divisiones, contra la violencia, contra las guerras. Los católicos, llegados también de países limítrofes, manifestaron con fervor su profundo afecto al Sucesor de Pedro.

Después de la bella ceremonia a mi llegada al aeropuerto de Beirut, la primera cita fue de especial solemnidad: la firma de la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente, en la basílica greco-melquita de San Pablo en Harissa. En esa ocasión invité a los católicos de Oriente Medio a fijar la mirada en Cristo crucificado para encontrar la fuerza, incluso en contextos difíciles y dolorosos, de celebrar la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza y de la unidad sobre la división. Aseguré a todos que la Iglesia universal está más cerca que nunca, con el afecto y la oración, a las Iglesias en Oriente Medio: ellas, aun siendo un «pequeño rebaño», no han de tener miedo, en la certeza de que el Señor siempre está con ellas. El Papa no las olvida.

El segundo día de mi viaje apostólico me encontré con representantes de las instituciones de la República y del mundo de la cultura, el Cuerpo diplomático y los líderes religiosos. A ellos, entre otras cosas, señalé un camino por recorrer para favorecer un futuro de paz y de solidaridad: se trata de trabajar a fin de que las diferencias culturales, sociales y religiosas lleguen, en el diálogo sincero, a una nueva fraternidad, donde aquello que une es el sentido compartido de la grandeza y la dignidad de cada persona, cuya vida siempre se ha de defender y tutelar. En la misma jornada tuve un encuentro con los líderes de las comunidades religiosas musulmanas, que se desarrolló en un espíritu de diálogo y benevolencia recíproca. Doy gracias a Dios por este encuentro. El mundo de hoy necesita signos claros y fuertes de diálogo y de colaboración, y de ello Líbano ha sido y deber seguir siendo un ejemplo para los países árabes y para el resto del mundo.

Por la tarde, en la residencia del patriarca Maronita, fui acogido por el entusiasmo incontenible de miles de jóvenes libaneses y de países vecinos, que dieron vida a un momento festivo y orante, que permanecerá inolvidable en el corazón de muchos. Puse de relieve su fortuna por vivir en esa parte del mundo que vio a Jesús, muerto y resucitado por nuestra salvación, y el desarrollo del cristianismo, exhortándolos a la fidelidad y al amor por su tierra, a pesar de las dificultades causadas por la falta de estabilidad y de seguridad. Además, los alenté a permanecer firmes en la fe, confiando en Cristo, fuente de nuestra alegría, y a profundizar la relación personal con él en la oración, como también a estar abiertos a los grandes ideales de la vida, de la familia, de la amistad y de la solidaridad. Al ver a jóvenes cristianos y musulmanes en fiesta en gran armonía, los alenté a construir juntos el futuro de Líbano y de Oriente Medio, y a oponerse juntos a la violencia y a la guerra. La concordia y la reconciliación deben ser más fuertes que los impulsos de muerte.

En la mañana del domingo, tuvo lugar el momento muy intenso y participado de la santa misa en el City Center Waterfront de Beirut, acompañada por sugestivos cantos, que caracterizaron también las demás celebraciones. En presencia de numerosos obispos y de una gran multitud de fieles, procedentes de todas las partes de Oriente Medio, quise exhortar a todos a vivir la fe y a testimoniarla sin miedo, con la consciencia de que la vocación del cristiano y de la Iglesia es la de llevar el Evangelio a todos sin distinción, siguiendo el ejemplo de Jesús. En un contexto marcado por ásperos conflictos, llamé la atención sobre la necesidad de servir a la paz y a la justicia, convirtiéndose en instrumentos de reconciliación y constructores de comunión. Al término de la celebración eucarística, tuve la alegría de entregar la Exhortación apostólica que recoge las conclusiones de la Asamblea especial del Sínodo de los obispos dedicada a Oriente Medio. A través de los patriarcas y los obispos orientales y latinos, los sacerdotes, los consagrados y los laicos, este Documento quiere llegar a todos los fieles de esa querida región, para sostenerlos en la fe y en la comunión, y estimularlos en el camino de la tan deseada nueva evangelización. Por la tarde, en la sede del Patriarcado siro-católico, tuve luego la alegría de un fraterno encuentro ecuménico con los patriarcas ortodoxos y ortodoxos orientales y los representantes de esas Iglesias, como también de las comunidades eclesiales.

Queridos amigos, los días transcurridos en Líbano han sido una maravillosa manifestación de fe y de intensa religiosidad y un signo profético de paz. La multitud de creyentes, procedentes de todo Oriente Medio, tuvo la oportunidad de reflexionar, de dialogar, y, sobre todo, de rezar juntos, renovando el compromiso de enraizar la propia vida en Cristo. Estoy seguro de que el pueblo libanés, en su multiforme pero bien amalgamada composición religiosa y social, sabrá testimoniar con nuevo impulso la paz auténtica, que nace de la confianza en Dios. Deseo que los diversos mensajes de paz y de estima que transmití, ayuden a los gobernantes de la región a dar pasos decisivos hacia la paz y hacia una mejor comprensión de las relaciones entre cristianos y musulmanes. Por mi parte, sigo acompañando con la oración a esas amadas poblaciones, a fin de que permanezcan fieles a los compromisos asumidos. A la maternal intercesión de María, venerada en numerosos y antiguos santuarios libaneses, confío los frutos de esta visita pastoral, así como los propósitos de bien y las justas aspiraciones de todo Oriente Medio. Gracias.

 

 

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