Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera hablar del viaje apostólico que realicé los días pasados a Myanmar y Bangladesh. Fue un gran regalo de Dios y por eso le agradezco a Él por cada cosa, especialmente por los encuentros que pude tener. Renuevo la expresión de mi gratitud a las autoridades de los dos países y a los respectivos obispos, por todo el trabajo de preparación y por la acogida hacia mí y hacia mis colaboradores. Un sentido «gracias» quiero dirigirlo a la gente birmana y a la bangladesí, que me demostraron tanta fe y tanto afecto: ¡Gracias!
Por primera vez un sucesor de Pedro visitaba Myanmar, y esto sucedió poco después de que se establecieran relaciones diplomáticas entre este país y la Santa Sede.
He querido, también en este caso, expresar la cercanía de Cristo y de la Iglesia a un pueblo que ha sufrido a causa de conflictos y represiones y que ahora está lentamente caminando hacia una nueva condición de libertad y de paz. Un pueblo donde la religión budista está fuertemente arraigada, con sus principios espirituales y éticos y donde los cristianos están presentes como pequeño rebaño y fermento del Reino de Dios. A esta Iglesia, viva y ferviente, he tenido la alegría de confirmar en la fe y en la comunión, en el encuentro con los obispos del país y en las dos celebraciones eucarísticas. La primera fue en la gran área deportiva en el centro de Yangon y el Evangelio de aquel día recordó que las persecuciones a causa de la fe en Jesús son normales para sus discípulos, como ocasión de testimonio, pero que «no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza» (cf. Lucas 21, 12-19). La segunda misa, último acto de la visita a Myanmar, estuvo dedicado a los jóvenes: un símbolo de esperanza y un regalo especial de la Virgen María, en la catedral que lleva su nombre. En los rostros de aquellos jóvenes, llenos de alegría, he visto el futuro de Asia: un futuro que será no de quien construye las armas, sino de quien siembra fraternidad. Y siempre en señal de esperanza bendije las primeras piedras de 16 iglesias, del seminario y de la nunciatura: ¡dieciocho!
Además de a la comunidad católica, pude encontrar a las autoridades de Myanmar, alentando los esfuerzos de pacificación del país y auspiciando que todos los diversos componentes de la nación, ninguno excluido, puedan cooperar en ese proceso en el respeto recíproco. En este espíritu, quise encontrar a los representantes de las diversas comunidades religiosas presentes en el país. En particular, al supremo Consejo de monjes budistas manifesté la estima de la Iglesia por su antigua tradición espiritual y la confianza que cristianos y budistas pueden ayudar juntos a las personas a amar a Dios y al prójimo, rechazando toda violencia y oponiéndose al mal con el bien.
Después de dejar Myanmar, me dirigí a Bangladesh, donde primero rendí homenaje a los mártires de la lucha por la independencia y al «Padre de la Nación». La población de Bangladesh es en gran parte de religión musulmana y por tanto, mi visita —sobre las huellas de aquel beato Pablo VI y de san Juan Pablo II— marcó otro paso en favor del respeto y del diálogo entre el cristianismo y el islam.
A las autoridades del país recordé que la Santa Sede ha sostenido desde el inicio la voluntad del pueblo bangladesí de constituirse como nación independiente, como también la exigencia de que en ella se ha tutelado siempre la libertad religiosa. En particular, quise expresar solidaridad con Bangladesh en su compromiso de socorrer a los refugiados rohingya que acuden en masa a su territorio, donde la densidad de población está ya entre las más altas del mundo.
La misa celebrada en un histórico parque de Dhaka se enriqueció con la ordenación de dieciséis sacerdotes y este fue uno de los eventos más significativos y alegres del viaje. De hecho, tanto en Bangladesh como en Myanmar y en los demás países del sudeste asiático, gracias a Dios no faltan las vocaciones, señal de comunidades vivas, donde resuena la voz del Señor que llama a seguirlo. Compartí esta alegría con los obispos de Bangladesh y les alenté en su generoso trabajo por las familias, por los pobres, por la educación, por el diálogo y la paz social. Y compartí esta alegría con muchos sacerdotes, consagrados del país y también con seminaristas, novicias y novicios, en los que vi el germen de la Iglesia en aquella tierra.
En Dhaka vivimos un momento fuerte de diálogo interreligioso y ecuménico, que me dio la oportunidad de subrayar la apertura del corazón como base de la cultura del encuentro, de la armonía y de la paz. Además visité la «Casa Madre Teresa», donde la santa se alojaba cuando se encontraba en esa ciudad y que acoge a muchísimos huérfanos y personas con discapacidad. Allí, según su carisma, las hermanas viven cada día la oración de adoración y el servicio a Cristo pobre y sufriente. Y nunca, nunca falta en sus labios una sonrisa: hermanas que rezan tanto, que sirven a los sufrientes y continuamente con una sonrisa. Es un hermoso testimonio. Agradezco tanto a estas hermanitas.
El último evento fue con los jóvenes bangladesíes, rico de testimonios, cantos y danzas. ¡Pero qué bien bailan estos bangladesíes! ¡Saben bailar bien! Una fiesta que manifestó la alegría del Evangelio acogido por esa cultura; una alegría enriquecida por los sacrificios de tantos misioneros, de tantos catequistas y padres cristianos. En el encuentro estuvieron presentes también jóvenes musulmanes y de otras religiones: una señal de esperanza para Bangladesh, para Asia y para el mundo entero. Gracias.
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