Fecha: 9 de enero de 2022
Un artículo en el último número de la revista “Religión y Escuela”, titulado “La perspectiva de la sostenibilidad”, puede iluminar la vivencia que nos conviene estos primeros días del nuevo año. No solo nos conviene, naturalmente, por su referencia específica a la educación escolar, sino también porque su intuición es aplicable a todos los ámbitos de la vida cuando la mirada se proyecta desde el presente hacia el futuro, como es el caso del inicio de un nuevo año.
Contagiados por el ecologismo, calificamos de “sostenible” una realidad que comienza ahora, pero que garantiza la durabilidad para el futuro. Decidimos hacer algo sostenible cuando atendemos a los retos del presente, pero con la voluntad de que perdure en el futuro, de forma que éste, el futuro, determine (mande) también sobre nuestra decisión presente. Esto es algo importantísimo en el ámbito educativo (padres, educadores, políticos, instituciones), ya que, por definición, toda educación es una apuesta por el futuro, no solo personal del educando, sino también de la sociedad y del mundo.
También es trascendental en cualquier ámbito de la vida, especialmente de la vida de los cristianos, que llevamos tan dentro la experiencia del tiempo y de la historia. Más de dos mil años de historia, habiendo asimilado toda la historia que Dios hizo con el pueblo de Israel, nos han enseñado que El nos quiere hoy, en el presente real; que este presente es resultado y vive de la memoria agradecida; y que el mañana está en las manos de Dios, que cuenta con las nuestras…
Pero, ¿cómo podemos asegurar el futuro de nuestra fe?; ¿cómo actuar hoy para que la vida cristiana sea sostenible?
Las circunstancias actuales que rodean la vida de nuestra fe, en el contexto europeo occidental, provocan en muchos una seria preocupación por el futuro. Una mirada rápida a las apariencias, como un estudio sociológico, no auguran una sostenibilidad clara para la vida cristiana. Para hacer frente al reto de la sostenibilidad de la obra, en muchas ocasiones se recurre a la construcción de estructuras externas que hoy garantizan su continuidad, como una buena normativa, instituciones centralizadas e intermedias, etc. Son recursos, quizá necesarios. Sin embargo, estos remedios, aun siendo una ayuda, no garantizan la sostenibilidad.
Tratándose de la vida cristiana, tendríamos que tomar prestada una palabra al lenguaje de San Juan: “permanecer”. Sostenibilidad, para San Juan, significa en boca de Jesús, “permaneced en la fe, permaneced en mi amor”, “permaneced unidos a mí” (Jn 15,4). La sostenibilidad se alimentaría de una experiencia “mística”, una unión de amor con la persona de Jesús. Podríamos aprender de San Pablo, que apela a la vida virtuosa, el enraizamiento firme en las virtudes: “sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza” (Col 1,23).
En definitiva, la sostenibilidad de la vida cristiana tiene que ver con la vida del Espíritu. ¿Podemos asegurar en el futuro la vida del Espíritu, que es absolutamente libre? No. Pero contamos con la enseñanza y promesa de Jesús. Él es el cimiento seguro y firme, sobre Él construimos. El arquitecto asegura la sostenibilidad del edificio, si el constructor cumple con su oficio.