Fecha: 30 de enero de 2022
Estamos preocupados por la sostenibilidad de la fe, sea la propia, sea la de otros que quizá están bajo nuestra responsabilidad. Ahí entramos todos, especialmente padres, catequistas, presbíteros, diáconos, laicos evangelizadores, educadores cristianos en general, etc.
Las crisis, como los escándalos (cf. Lc 17,1), son inevitables. Pero, ¿qué hacer cuando sobreviene una crisis? Ante todo, no hay que asustarse. Posiblemente el momento crítico sirva para crecer más. A veces la crisis se vive con desasosiego y tormento; a veces tiene el rostro de la inanición, la apatía, otras veces incluso va acompañada de una sensación de libertad.
Lo tenemos un poco difícil, porque estamos sumidos en una cultura de lo efímero y lo provisional. Las palabras dadas, las promesas, no aguantan el paso del tiempo. Pensemos, por ejemplo, en las rupturas matrimoniales cada vez más frecuentes: “hoy sé que te quiero, pero no sé qué sentiré dentro de dos años…”. Así mismo en la vida de la fe. “Hoy siento que tengo fe, mañana puede ser que haya cambiado de opinión”.
Sea como sea, no podemos cruzarnos de brazos. La fe, como el amor y la esperanza, si no crece, muere. Así es la vida del Espíritu. Como una planta, que, al observar que no renueva sus hojas, ni produce flores en primavera, decimos que se está muriendo: de ella no podremos esperar frutos en verano. Tenemos en cuenta que ocurren retrocesos temporales, que parecen presagiar esterilidad y muerte, como las plantas y árboles de hoja caduca en invierno, o como los períodos de enfermedades, que van secando poco a poco las hojas y tallos…
Hay que saber afrontar las crisis, eso sí, con los recursos y según los modos como el Espíritu nos enseña.
Hacemos caso a la recomendación, para los momentos de crisis, de volver a los orígenes de la fe, para recuperar su frescura y vitalidad. Pero conviene atender a otras recomendaciones. Por ejemplo, aceptar que la fe tiene “enemigos”, dentro de nosotros mismos y fuera. La oración de los salmos alude constantemente a ellos.
Ante “los enemigos” se abren tres tareas necesarias: saber detectarlos, hacerles frente y reafirmarse en el verdadero Dios. Detectarlos, es difícil, porque todos usan el disfraz. De hecho el primero de estos enemigos es la idolatría, que es radicalmente mentira: dice que Dios está al alcance de nuestra mano, incluso que es nuestra obra. Pero hay otro enemigo que tienta al justo que sufre con la mentira opuesta: nos dice que realmente Dios no existe o nos ha abandonado.
El Salmo 70 (71) constituye un modelo de fe sostenible. Es una oración del anciano justo, enfermo y asediado por enemigos que desean su muerte. Él ha sostenido su fe desde niño, reconociendo siempre las maravillas de Dios en su vida; así lo ha mostrado con alabanza permanente. Ha sufrido mucho, y ahora, peinando cabellos ya blancos, pide consuelo y promete que seguirá cantando la fidelidad de Dios:
“Señor, sé tú mi refugio… líbrame de la mano perversa… Yo seguiré esperando, redoblaré tus alabanzas… contaré tus proezas, Señor mío, narraré tu victoria, toda entera… ahora en la vejez y las canas no me abandones, Dios mío” (cf. vv. 4-19).
Una vez más, permanecer y crecer en la vida de fe es imposible si olvidamos la fidelidad de Dios, la firmeza de sus promesas y constancia inagotable de su amor. Es lo único que hace posible que una vejez probada siga mostrando un rostro joven.