Fecha: 27 de junio de 2021

Estimados y estimadas,

El próximo martes la Iglesia celebra la solemnidad de los dos grandes apóstoles de la fe, san Pedro y san Pablo, columnas de la Iglesia.

Los tiempos de hoy no son más fáciles de los que vivieron estos dos grandes apóstoles. Son tiempos difíciles para nuestra Iglesia. Y esto se constata en nuestra casa: la situación de nuestras familias, que cada vez se han convertido menos en un espacio de evangelización, el abandono de la práctica religiosa, la gente que se encuentra cansada de todo… En este marco, la Iglesia debe hacer frente a dos situaciones: primero debe reencontrarse a ella misma para ser fiel a nuestro tiempo y al Evangelio, y, en segundo lugar, debe enfrentarse a un cambio de cultura. Todo este cambio se nos hace cuesta arriba, porque esta crisis ha provocado que mucha gente saliera de la Iglesia cuando precisamente era el momento en que se necesitaba más para hacer frente a la nueva situación.

¿Y qué camino de salida tenemos? Pues, ante todo, irnos desprendiendo de todo lo no evangélico que a través de los tiempos se ha ido acumulando: potencia, poder, clericalismo, hipocresía…, con la grave dificultad que mientras la primitiva Iglesia —la de Pedro y Pablo— intentaba vivir y comunicar el Evangelio en un clima de novedad, muchos de nuestros contemporáneos están de vuelta.

Pero, a pesar de todo, es necesario ir recordando que la Iglesia es conducida por el Señor y él estará entre nosotros hasta el fin de los tiempos. Dentro de una visión de fe seguro que saldremos adelante. Por este motivo, permitidme que os diga que la Iglesia no la conocemos suficientemente. Nos hemos dedicado a criticarla y no sabemos muy bien qué es la Iglesia. Sin embargo, conocer y amar a la Iglesia es esencial, porque la vida cristiana se da en la Iglesia. Nuestra fe debe ser personal, consciente, interiorizada, pero no individualista sino eclesial: nace en la comunidad y necesita de esta comunidad. Aquí está el gran resorte para salir de la crisis: vivir de la fe, pero la fe que se vive en la Iglesia. Y en este vivir en la Iglesia se encuentra el estímulo para seguir adelante: la celebración comunitaria de la fe, la corrección fraternal, el testimonio de los hermanos…, a pesar de las debilidades y miserias que a veces, en mayor o menor grado, todos llevamos en la mochila.

El mismo sacerdote debe estar al servicio de esta acción comunitaria de la Iglesia. Y cuando no lo hace pierde el tiempo. Él, en medio de la comunidad, es el que sirve representando a Cristo, cabeza de la Iglesia: «Yo te bautizo», «yo te absuelvo», «que os bendiga…». Pero él, haciendo un verdadero servicio de acompañamiento, no es quien decide por los demás, ni acumula los carismas de la comunidad, sino que su tarea es precisamente la de desvelarlos en medio del pueblo santo de Dios, convirtiéndose en el «ministro de la inquietud», lo que significa suscitar en los demás la fiebre del servicio eclesial y sostenerlos cuando el cansancio o el desánimo los tientan a abandonarlo.

Si lo creemos realmente así, entonces, fundamentados en la roca de la fe apostólica de nuestros grandes apóstoles, la Iglesia «volverá a nacer» en el corazón de los creyentes, como afirmaba Romano Guardini (Sentido de la Iglesia, San Sebastián 1958, 23), con una experiencia positiva de comunidad eclesial.

Vuestro,